tag:blogger.com,1999:blog-21493769047573921522024-03-14T00:45:28.436-03:00Laura RossiLaura Rossihttp://www.blogger.com/profile/16783398041392354687noreply@blogger.comBlogger21125tag:blogger.com,1999:blog-2149376904757392152.post-53162166591226723142019-07-21T00:11:00.005-03:002019-07-21T00:11:38.414-03:00Novedades<a href="https://laurarossi1980.wixsite.com/lauralit" target="_blank">Por aquí.</a>Laura Rossihttp://www.blogger.com/profile/16783398041392354687noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-2149376904757392152.post-21928398285005823222015-09-29T09:15:00.001-03:002015-09-29T09:15:32.129-03:00Tapa de sombra<div style="text-align: right;">
<i>“no iluminar nada no le parecía una mala idea”</i></div>
<div style="text-align: right;">
<i>Lorrie Moore</i></div>
<br />
<div style="text-align: justify;">
Se oyen voces en las terrazas. Las trae el viento de a ratos. Una sombra engulle la luna. Los bordes se anaranjan tenues. Lleva tiempo.</div>
<div style="text-align: justify;">
Las voces se aburren. Se oyen risas. Alguna carcajada se afila contra el cielo sin estrellas. La sombra avanza hasta volverse luz.</div>
<div style="text-align: justify;">
Tapar la luna con un dedo.</div>
<div style="text-align: justify;">
Me reclino y observo. Tengo que esperar a que los ojos se acostumbren. Lleva tiempo.</div>
<div style="text-align: justify;">
La luna es un punto naranja al final de ninguna frase. Hay un silencio de motores que se alejan.</div>
<div style="text-align: justify;">
El viento cava un pozo en el aire. Dura un rato el resplandor anaranjado. O será el movimiento apenas perceptible de todo lo que sigue su curso a pesar de uno. Las luces de la calle ni se inmutan. </div>
<div style="text-align: justify;">
Garabateo algunas palabras que no alcanzan en esta penumbra. Las voces han callado o el viento se las ha llevado a otra parte.</div>
<div style="text-align: justify;">
A veces, está bien no iluminar nada.</div>
Laura Rossihttp://www.blogger.com/profile/16783398041392354687noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-2149376904757392152.post-32058906671475315842015-09-23T09:37:00.001-03:002015-09-23T09:37:46.645-03:00De la conversación<div style="text-align: justify;">
Si se la trata bien, la conversación puede llegar a ser un animal casi doméstico. Una vez que logra acomodarse en las voces adecuadas, se ramifica sin pausa y sin arrebatos. No hay dos conversaciones iguales. Cada una requiere, de acuerdo con su carácter, cuidados que le son propios.</div>
<div style="text-align: justify;">
La conversación que pretende imponerse como protagonista de este relato tiene su propio ritmo y lo defiende a rajatabla. Si no se la controla, suele abarrotarse de digresiones y de atajos cuyo destino termina siendo incierto. Sin embargo, todo se le perdona porque tiene un modo particular de discurrir sobre lo que no cierra, de tocar lo que duele y de aliviarlo en el mismo gesto. Prefiere la noche pero está siempre dispuesta a detectar otros momentos propicios: un almuerzo con larga sobremesa, una merienda que puede extenderse hasta el anochecer. El espacio es lo que menos le importa, aunque le gustan los lugares tranquilos, lejos de otras conversaciones que la distraigan y le hagan perder pie.</div>
<div style="text-align: justify;">
No era así al principio. Esta conversación se ha vuelto exigente con el paso de los años. Siente, de algún modo, que ha pagado su derecho de piso: ha sido casual, ha hablado del frío, del calor, de la humedad; se ha prestado a la brevedad y a los más variados fines prácticos. Ha sido prolijamente cultivada y nutrida. Ha sobrevivido, incluso, a la criptonita del silencio. Ha aprendido a contenerse y a guardarse para desplegarse en el momento adecuado y no repetirse sin sentido.</div>
<div style="text-align: justify;">
Si no se le presta la atención debida, empieza a inquietarse: se anuda en la garganta, se clava en la boca del estómago, se cuela en otras conversaciones en las que nada tiene que ver y puede llegar a provocar insomnio. Cuando esto sucede –y antes de que los efectos se vuelvan irreversibles-, organiza una cena, elige el vino y se abstiene de mirar el reloj porque sabe, de antemano, que es inútil: hay un punto en la noche en el que los minutos caen en avalancha y, cuando las voces se dan cuenta, el cielo ha dejado de ser una sombra enorme y muestra su cara más fosforescente. Es un instante, nada más, de pura intensidad celeste. </div>
<div style="text-align: justify;">
Entonces, la conversación, sin que nadie se lo indique, empieza a juntar todas las palabras que ha desperdigado por los rincones. Siempre se olvida alguna; otras quedan flotando entre las últimas bocanas de humo o simulando ser migas sobre la mesa. Está exhausta y, como cualquier otro ser vivo, necesita sosiego. Se presta, entonces, a fines prosaicos: llamar un taxi, llenar la espera, concretar la despedida. </div>
<div style="text-align: justify;">
Afuera, las primeras luces lavan el cielo. Un taxi se detiene en la vereda de enfrente: el motor apenas ronronea. </div>
<div>
<br /></div>
Laura Rossihttp://www.blogger.com/profile/16783398041392354687noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-2149376904757392152.post-23999674067590854812015-07-29T09:16:00.004-03:002015-07-29T09:16:55.512-03:00• agosto • 1<br />
<br />
llegar nomás y darse cuenta:<br />
ella ya no es lo que era y se apaga<br />
no sabemos cuánto tiempo así<br />
me siento en la silla del abuelo<br />
cada tanto salgo al patio y fumo<br />
<br />
momentos en los que fumar<br />
es lo único que podemos hacer:<br />
cuando alguien te deja<br />
cuando dejás a alguien<br />
cuando lo que duele desplaza los pensamientos<br />
<br />
cuando pasa todo junto:<br />
alguien se está muriendo<br />
<br />
todo el día sentada en la silla del abuelo<br />
saliendo al patio a fumar cada tanto<br />
<br />
miro la hilera de ladrillos que separa<br />
el pasto de las baldosas rosadas del patio<br />
intento hacer equilibrio<br />
como antes<br />
<br />
ahora tampoco puedoLaura Rossihttp://www.blogger.com/profile/16783398041392354687noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-2149376904757392152.post-27818577108807484442015-02-09T11:34:00.001-03:002015-02-09T11:34:42.452-03:00Postales de Finisterre (*)<div style="text-align: justify;">
1</div>
<div style="text-align: justify;">
La magia de la televisión: uno cree que no está prestando atención pero algo adentro de uno observa todo y recuerda. Las imágenes del Cabo Finisterre se repiten una y otra vez en el mismo canal. Inés las ha visto mil veces esos días y no hubiera reparado en ellas si, esa noche, mientras cenaban y el Cabo aparecía de nuevo en pantalla, Ana no hubiera mencionado al amigo del que siempre habla, un par de postales que él le había mandado desde el Camino de Santiago y la receta de una bebida cuyo nombre, en ese momento, se le escapa.</div>
<div style="text-align: justify;">
La referencia se agota allí y en un ‘debería buscarlas’, dicho como se dicen tantas otras cosas. La conversación hace, como el montaje televisivo, un corte directo y sigue, lejos de Finisterre y de ese amigo que Inés conoce sólo en forma de relato.</div>
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<br /></div>
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2</div>
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Finisterre, el final que es punto de partida. Tres días después, Ana pone las postales frente a los ojos de Inés. El cabo de Finisterre no se ve en HD pero se siente mucho más verosímil: el poder de lo que puede llevarse a todos lados y permanece, aunque las pantallas se apaguen. En otra postal, el conjuro que aleja los malos espíritus y la receta de la queimada.</div>
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No se han reunido por eso, así que Inés deja las postales sobre la mesa y espera. Están habituadas a esas digresiones porque el Toro, ese amigo del que siempre te hablo, ha sido, desde que se conocen, una presencia más recurrente que las de todos los vivos.</div>
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Llueve de a ratos y el agua dibuja dos rectángulos húmedos en las baldosas rojas del patio. De a poco, Ana va organizando las palabras que todavía tiene desperdigadas en el cuerpo. Esta vez, la conversación incluye un desconocido que se ha vuelto conocido, un viaje y un encuentro inesperado.</div>
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<br /></div>
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3</div>
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La teoría del clavo que saca otro clavo rara vez funciona. El Viajero, aunque lo intenta, no es protagonista de la historia. No llegará siquiera a personaje secundario: será apenas un puente. Ana descubre, del otro lado, algo que vislumbra entre líneas y que nada tiene que ver con él, una sensación que todavía no tiene nombre pero que está ahí, en esa sonrisa nueva que Inés ve en su cara.</div>
<div style="text-align: justify;">
Unos días después, las claves empiezan a descifrarse: el Viajero fue el peregrino fugaz que, sin querer, le recordó a Ana que, en otro tiempo, se había marcado otro rumbo.</div>
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<br /></div>
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4</div>
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Retomar el camino es, entonces, volver sobre los propios pasos, recuperar aquello que se sabe propio: la herencia que sólo tiene sentido para ella, que sigue ligada a ese vínculo que siempre fue inexplicable y que ahora se sustenta en la memoria y en las cosas. </div>
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Qué hay del otro lado de un puente que se transita como camino alternativo, como atajo de una duda que ni siquiera puede formularse. La duda –otra duda-, lo que quedó pendiente para otra vida. Ahora que lo sabe, lo siente como terreno firme para mantenerse en el aire de ese salto que se atrevió a dar después de un largo rodeo, que se acabó cuando descubrió del peor modo lo que ya sabía: lo que se construye de un solo lado se desploma por carencia de simetría.</div>
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5</div>
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Ana se encuentra con Inés en un bar a media mañana. La noche anterior, la tormenta la desveló y la sumergió de nuevo en las postales y en los pocos recuerdos que conserva de ese que aparece en el reverso de todas las cosas. Por primera vez, ella despliega sola la conversación sobre la mesa; la extiende como un mapa que hay que alisar con las manos porque, de estar tanto tiempo enrollado, se cierra sobre sí mismo. Del otro lado, está él, el Toro que se ha dejado embestir para ser eterno, omnipresente. Inés recuerda que, como los sobrevivientes de la primera guerra mundial, Ana se había quedado muda después de librar su primera batalla. La segunda, en cambio, puso las cosas en su lugar: las que se habían desmoronado, las que se habían perdido, la pena enorme de lo que ya no se puede sostener; las que había guardado sin sospechar que serían un día los destellos de un faro que le recordarían el rumbo e iluminarían los duelos.</div>
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El día avanza y se llena de trivialidades con las que deben cumplir. Pagan el café y salen. La atmósfera se ha vuelto gris y el aire parece haberse ausentado. La ciudad está inquieta: evitan una manifestación que avanza por Paraguay y se encuentran con grupos de estudiantes disfrazados como si fuera carnaval. Entre tanto trastoque, la gente va y viene como si nada extraño estuviera ocurriendo. Inés se pregunta dónde han quedado las épocas en las que el paisaje era un reflejo del estado de ánimo de los protagonistas de la historia. Llegan a la parada y esperan un colectivo que no tarda en llegar: Ana casi no alcanza a terminar la anécdota de un tipo que contrataba enanos porque le gustaba ser mirado desde abajo. Inés se sube al colectivo, Ana se aleja a pie. </div>
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<br /></div>
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<br /></div>
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6</div>
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A través de la ventanilla, la ciudad se ve distinta. Inés piensa que si la historia pudiera escribirse, habría que cambiar algunas cosas. Al salir del bar, las protagonistas deberían encontrar una ciudad llena de sol. Podría, incluso, hacer frío, que le suena más adecuado para anidar ciertas revelaciones. O mejor: debería ser de noche y el relato podría terminar con el rito de la queimada. Entonces: es de noche en el mismo patio de baldosas rojas. Ya no llueve y todo está quieto. Los malos espíritus se han alejado; los espíritus de los amigos ausentes comparten con nosotros esta queimada y la protagonista descifra el mandala que se dibuja y se desdibuja desde hace años detrás de sus ojos. Al final, todo cierra, casi como si alguien lo hubiera planificado de antemano. Alguien, que bien podría ser el Toro, con su voz de birome azul, del otro lado de la postal de Finesterre. </div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
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(*) Publicado en el suplemento Señales de La Capital de Rosario. 8 de febrero de 2015.</div>
Laura Rossihttp://www.blogger.com/profile/16783398041392354687noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-2149376904757392152.post-55486080538773917852015-01-30T16:53:00.002-03:002015-01-30T16:55:01.857-03:00Marina Tsvietáieva o el derecho de la entonación (**)<div style="text-align: justify;">
<span style="font-size: small;">"Наши лучшие слова - интонации"<br />Марина Ивановна Цветаева</span></div>
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</div>
<div style="text-align: justify;">
<br />
Escribir. La infancia. Pushkin y su estatua. Escribir. Enamorarse de muchos, casarse con uno. Serguéi. Escribir. Tener un hijo, dos hijas. Escribir. La revolución. La soledad. Escribir. Las acciones confiadas al destino. Luchar por una ración de harina. Lidiar con la muerte de una hija, mientras la otra se consume por la malaria. Escribir. El exilio, el vagabundeo obligado. Las cosas no son lo que parecen. Las cosas. Escribir. Volver. Volver a una Rusia que es la Unión Soviética. Escribir. Marido fusilado, hija en campo de concentración. Estar desempleada. Escribir. Pedir empleo. Tener que ahorcarse. <br />
<br />
<i><b>Evaporada en un verso</b></i><br />
<br />
“La cotidianidad es un saco: agujereado. Y de todos modos, lo cargas”*, escribió Marina Tsvietáieva en el diario que llevó entre 1917 y 1919. Tenía una voz y una manera de ver el mundo a través de las elucubraciones de su imaginación. La realidad, sin embargo, tenía otros planes para ella. <br />
Marina Tsvietáieva es una de las poetas rusas más grandes del siglo XX. Su nombre se ubica cómodamente entre los de Ajmátova, Mayakovski, Pasternak. Inclasificable, al margen de todo movimiento literario posible, Marina llegó a ser reconocida antes de la revolución y, aunque ningún periódico se hizo eco de su muerte, su nombre resurge después, quizás, porque jamás fue borrado del todo. <br />
La vida es la literatura. La literatura es la vida. Tsvietáieva no puede concebirlas de manera separada. Y cuando la vida se agita a ritmos insospechados, indecibles, la literatura adopta necesariamente ese ritmo y se vuelve, como la vida, borde, margen, territorio de lo que es y, sobre todo, de lo que ya no. <br />
<br />
<b><i>De lo demás estarás - despojado</i></b><br />
<br />
Cuando estalla la revolución en 1917, Serguéi Efrón, su marido, se alista en el Ejército Blanco. Marina se queda sola con sus hijas y vive la revolución en la carne, como puede leerse en Indicios terrestres. Recién en 1922, Marina abandona la URSS para reunirse con su marido en Praga: ya ha muerto Irina, su hija pequeña, de inanición en un albergue, mientras ella trataba de palear la malaria que enfermaba a Alya, su otra hija. <br />
Encuentra a un Efrón convertido: del Ejército Blanco al Rojo, es un doble agente de Stalin en París. Marina nunca lo creyó y la intelligentsia rusa no podía creer que ella no lo supiera. Los márgenes se ensanchan, pero la vida continúa y da lugar a una prolífica correspondencia triangular entre Marina, Pasternak y Rilke. <br />
Tsvietáieva se entrega con devoción a su papel de madre y de esposa y regresa, en 1939, a las afueras de Moscú, donde se instala con su marido, su hijo Mur y su hija Alya, que había seguido al padre en su repentino fervor stalinista. Allí, arrestan a Serguéi (y lo fusilan) y se llevan a Alya a un campo de concentración. Cuando en 1941, estalla la guerra entre Alemania y Rusia, Marina y su hijo son evacuados de Moscú. Ya en Elábuga, Marina solicita por escrito un empleo como lavaplatos en el comedor de la casa de escritores y, antes el rechazo, se ahorca. <br />
“Porque si te ha sido dada la voz”, escribe en 1935, “Poeta, de lo demás estarás - despojado”. Y esa voz, en el caso de Marina, es la otra cara de la revolución: la costumbre ha estallado y la cotidianidad se vuelve campo de batalla constante en el que no hay descanso posible. Pero en el “mientras”, están los versos, territorio que redime y que permite mantenerse en pie cuando ya nada permanece: “es el derecho de entonación que anida en la sangre”*. <br />
<span style="font-size: x-small;"><br />*Tsvietáieva, Marina. <i>Indicios terrestres</i>. Edición y traducción de Selma Ancira. Cátedra, Madrid, 1992.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
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(**) Publicado en <a href="http://www.dixihedicho.com.ar/" target="_blank">DIXI (He dicho)</a>. Noviembre, 2012.</div>
Laura Rossihttp://www.blogger.com/profile/16783398041392354687noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-2149376904757392152.post-66554062827143014632015-01-21T11:41:00.003-03:002015-01-21T11:41:57.517-03:00La purga<div style="text-align: justify;">
Desde hace días, el hombre que yace boca arriba en su cama y que piensa en lo simple que sería callar los ronquidos de la mujer que duerme a su lado con la almohada, siente que su organismo ha incorporado su propio despertador. No es el aparato de plástico amarillo el que lo despertará cuando suene en exactos veinte minutos, sino esa brasa incandescente que no se le despega en todo el día la que lo despierta a la madrugada y lo tiene boca arriba en la penumbra, sin poder moverse, porque el movimiento alimenta a la brasa y el ardor le llega a la garganta, pero nunca sale, se queda ahí, como un compañero de ruta cuya única misión es incomodarlo.</div>
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Sabe que en veinte minutos, la chicharra inverosímil rasgará la quietud de la madrugada como una tela. Sabe que intentará ponerse de pie, a oscuras y que le costará horrores, porque desde que tuvo que aceptar el trabajo en el banco algo lo apalea en sueños y el tiempo lo ha traicionado y ya no puede, como a los veintipico, rendir durante el día si no ha dormido. No es que le preocupe ser productivo. Tampoco pasa nada en ese pueblo que amerite estar lúcido, ni siquiera despierto. Podría dedicarse a dormir todo el día en su escritorio y nadie lo notaría. Y lo haría, si pudiera. No le importa que el imbécil de Aguirre que lo sigue como un perro traicionero le vaya con el cuento al gerente. Que lo echen, a él le da lo mismo. Si no hubiera boqueado, si no se le hubiera dado por juntarse con el gerente del banco y esos tipos a jugar a las cartas por las noches, si hubiera tenido más talento para la apicultura que para jugarse la poca guita que le quedaba en esa mesa, todavía estaría intentando que esas abejas de mierda le dieran miel y seguiría siendo para todos el tipo hosco que llegó al pueblo huyendo de los ruidos y de las luces de la ciudad. Era increíble cómo esa excusa que le había parecido un cliché que sólo podía levantar sospechas había prendido en todos. Nadie hurgó buscando otras razones. Parecía perfectamente lógico que un tipo, que a la legua se notaba que jamás se había sacado la corbata del cuello, dejara todo –aunque no supieran qué era ese todo- para dedicarse a criar abejas en la tranquilidad de un pueblo perdido en medio de la provincia. </div>
<div style="text-align: justify;">
Quince minutos. Ana duerme boca arriba. En quince minutos, la chicharra la hará cambiar de posición, pero no levantarse. Se levantará cuando los sonidos de la ducha, quizás, o los ruidos que él mismo hará en la cocina, se mezclen con algo en su sueño y estire la mano hacia el lado izquierdo de la cama y lo encuentre vacío. Algo le dirá a su cerebro que es hora de abrir los ojos, de levantarse y de despedir a su marido –aunque no sea su marido, ella habla de él diciendo ‘mi marido’-, todavía en bata y semidormida. Sobre todo ahora, que su marido tiene un trabajo estable y que el chiquito –o chiquita- que lleva en su vientre no pasará ninguna necesidad porque el gerente del banco le ha insistido para que deje esa idiotez de las abejas y vuelva a tener un trabajo como la gente. Ahora, que ella ha podido renunciar al suyo, porque no era vida aguantar ocho horas de pie, llevando y trayendo cosas en una bandeja sucia, esquivando los comentarios desubicados y las manos furtivas de los parroquianos; ahora, que tiene todo el día para hacer por fin todo lo que sus amigas casadas hacían mientras ella se deslomaba en ese bar de mala muerte, cree que debe jugar su rol de esposa atenta cada mañana, aunque Ricardo se muestre más irritado o más incómodo –no sabe bien cómo definir ese estado- con el transcurrir de los días.</div>
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<br /></div>
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Ella ronca ligeramente. Él no sabe si es el ronquido, el trabajo que no quiere y que no pidió, el chiquito que le llega a destiempo o qué, pero se siente exasperado todo el tiempo. La idea original había sido desaparecer: cambiar de nombre y de trabajo en un lugar en el que no pasara nunca nada. Pero la gente termina preguntando cosas que en el fondo no le interesan y él, a fuerza de inventarse el pasado que los otros querían escuchar, había terminado por convertirse en una especie de decadente ciudadano ilustre de un pueblo semimuerto. </div>
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Se mantuvo al margen todo el tiempo que pudo. Cuando llegó, ni siquiera se atrevió a alquilar una casa. Tenía que tantear el terreno antes de quedarse efectivamente allí. Vivió unos meses en el único hotel que había en el pueblo. Sobrevivió a los sueños que no lo dejaban en paz, a la necesidad de ahogarlos en lo que fuera. Ser el único pasajero en el hotel lo obligaba a salir cuando tenía hambre. Para relacionarse con la menor cantidad de gente posible, en lugar de ir a la confitería frente a la plaza a la que hubiera podido llegar a pie, subía a su auto y se iba a desayunar, a almorzar y a matar las horas en el bar que estaba al costado de la ruta. Allí todos estaban siempre de paso, menos, la moza. El dueño era un tipo de pocas palabras y sólo le habló el segundo día. La que le hablaba era Ana. Poco también, pero le hablaba. Y no había sido su intención tener nada con ella. Por primera vez en mucho tiempo, no quería esa clase de complicaciones. Sin embargo, pasaron los meses y la carne, la carne es débil, se decía para no putearse en mil idiomas por haber caído otra vez en lo mismo. En algún momento, cuando Ana todavía se hacía la difícil y hablaba de un supuesto novio que tenía y que era muy celoso, quiso creer que esta vez no iba a cometer los mismos errores, que, a lo mejor, con una pendeja era distinto. Que todo podía ser distinto en ese pueblo en el que él era, de pronto, Ricardo Andrade. Ricardo Andrade el apicultor. Ricardo Andrade el apicultor que sólo había visto abejas de cerca en la infancia y de casualidad. </div>
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Clava los ojos en la penumbra y cree detectar el momento en el que todo se fue al carajo: el día en el que decidió que si iba a hacer en serio lo de las abejas, tenía que alquilar una casa. Y tenía que hacerlo, para algo había comprado todas las porquerías que le habían vendido en ‘El emporio del apicultor’. Los gastos del hotel se estaban llevando más de lo que había pensado. Ana sintió de algún modo que eso era una invitación. Hasta ese momento, se había negado a ir al hotel, porque cualquiera podía verla, porque si el novio se enteraba, iba a matarlos a los dos. </div>
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Ana empezó a quedarse. Él nunca supo nada del ahora exnovio que era tan celoso y tan terrible. Nunca apareció a reclamar nada, ni a matar a nadie. Ni a agradecerle siquiera. Nada. Y Ana se fue quedando, hasta que un día él se dio cuenta de que ya no se iba. Ana estaba ahí a todas horas, como si la convivencia fuese algo natural. Y él no dijo nada, un poco porque no quería problemas con nadie y otro poco porque que Ana estuviera allí agregaba un elemento casi irrefutable para el folklore popular: el hombre que deja la ciudad para vivir en la tranquilidad de un pueblo, se enamora de una chica de allí y viven felices para siempre. Colorín colorado, la fosa se ha cavado. </div>
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Diez minutos. Piensa que lo mejor sería apagar el despertador y evitar las palpitaciones que, a pesar de esperarlo, le genera ese sonido que violenta todo en la habitación. Podría apagarlo, fingirse dormido y esperar. Podría empezar a llegar tarde al banco. Podría tolerar que lo reprendieran, incluso. O podría, mejor, levantarse, vestirse y salir. Subirse a su auto y conducir hasta quedarse sin nafta, o sin ganas o hasta encontrar algo, lejos, que le llame más la atención que esa vida que se ha construido alrededor de sí sin que él lo advirtiera. Ya no es el que era. Podría irse a Alaska y, seguro, se encontraría entrampado en la misma situación. Y todo era culpa de ella. Todo seguía siendo culpa de ella. Si ella no lo hubiera combatido tanto, si le hubiera dado un hijo, si se hubiera dejado de joder de una vez por todas, él no tendría que estar ahí, empezando de nuevo, empezando de cero a los 54 años. Lo único que podía hacer era intentar olvidar.</div>
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Había vivido en un estado de alerta constante los primeros meses. Sabía que esa atención no iba a durar toda la vida, no era humanamente posible. A veces, cuando miraba la vida a través del mosquitero nefasto que se ponía frente a los ojos para evitar las picaduras, pensaba que todo era inútil. Que tanto esfuerzo se desmoronaría el día menos pensado, cuando alguien le gritara ‘Oscar’ y él, como el boludo que podía ser a veces, se diera vuelta y destruyera lo poco que quedaba de su vida. Haber aceptado el trabajo en el banco había sido un poco como darse vuelta. La destrucción no iba a ser instantánea, pero era cuestión de tiempo. Algún papel, alguna firma, algún antecedente inverificable lo iba a poner en riesgo. Y si no era eso, cuando naciera el chiquito o antes, la insistencia de Ana que quería casarse con papeles, como decía, se iba a volver tan insoportable que sólo le dejaría dos alternativas. Y no tenía ganas de llevar a cabo ninguna de las dos. Ya había hecho todo lo que un hombre de su edad podía haber hecho en la vida. Y más, también. Lo único que pedía era que lo dejaran en paz. </div>
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Tantas mañanas despierto antes de hora le habían enseñado que, antes de sonar, el despertador hacía un click plástico que no se parecía a nada. Hacía click e inmediatamente empezaba a gritar como si hubiera enloquecido. Estiró el brazo casi en simultáneo con el click y lo calló. Ana no se movió ni un milímetro. Él se levantó como se levanta del piso un tipo al que acaban de fajar entre dos o tres. Se metió debajo de la ducha. No podía acostumbrarse a ese hilito de agua miserable que se enfriaba apenas le tocaba la espalda. No encendió luces ni corrió las cortinas: en esa semi-penumbra que flotaba en la habitación, se puso el único traje que tenía. El mismo que el día anterior había dejado estirado en la silla. El mismo que se pondría al día siguiente, si seguía sin encontrar el coraje que había perdido vaya a saber uno dónde.</div>
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Era temprano todavía. Si se quedaba, tendría que tolerar la sonrisa exagerada de Ana, sus comentarios, sus planes para el día que eran los mismos de todos los días y que no le podían importar menos. Anduvo por la casa tratando de no hacer ruido y, como le ocurría siempre en esos casos, hizo toda clase de ruidos molestos: puteó cuando se llevó por delante una mesita que Ana había puesto en el pasillo, las suelas de los zapatos crujían como nunca, cuando manoteó las llaves del auto, tiró al piso el manojo de llaves del galpón. Salió lo más rápido que pudo y la puerta hizo ruido de portazo, aunque él había intentado cerrarla con cuidado. Subió a su auto y lo puso en marcha con cierta dificultad. Si me jodés ahora, te prendo fuego, le dijo en voz alta. El auto arrancó con un carraspeo extraño, pero arrancó. </div>
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El instinto lo obligó a ir en dirección contraria al banco. Le pareció que había en el aire un movimiento inusitado a esas horas, pero realmente no tenía ningún punto de comparación: jamás había salido tan temprano. Cuando se ocupaba de las abejas, la mañana empezaba sin horarios, cuando le venía bien despertarse. Y para ir al banco, salía más tarde. No había salido a esa hora ni siquiera el primer día. Estacionó el auto frente a la cafetería que estaba al costado de la ruta. No, no tenía coraje para salir del pueblo. No todavía. </div>
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No conocía a la moza nueva. El dueño le dedicó una mirada torva. Claro, en su mente, él se había llevado a Ana. Por suerte, era muy improbable que el tipo le dijera algo. Pidió un café doble y tres medialunas. Se apuró y cambió el café doble por café con leche. Odiaba el café con leche, pero la sola idea de echar café solo en su aparato digestivo hizo que la brasa se reavivara, furiosa. No había llegado el diario todavía, así que se dedicó a mirar, primero, a los tres tipos que ya tenían los desayunos en sus mesas. Debían ser, seguramente, los que viajaban en los dos camiones que estaban afuera. El que estaba solo hojeaba el diario del día anterior y los otros tomaban café y hablaban cada tanto. No podía escuchar de qué. Mientras las manos regordetas de Marita –recién en ese momento pudo ver el cartel con el nombre que estaba suspendido sobre el pecho izquierdo- depositaban la taza y el plato sobre la mesa, Ricardo miró hacia la ruta. </div>
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- Parece que hay tráfico hoy, ¿no?</div>
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Marita recibió sólo una sonrisa como respuesta y se fue, quizás, ligeramente ofuscada. Él hubiera querido explicarle que no era tráfico sino tránsito, pero no tenía intención de hablar con ella ni con nadie. Unas horas más tarde, lamentó no haber fingido simpatía con Marita. Si lo hubiera hecho, a lo mejor no se hubiera encontrado de sopetón con el quilombo que había en la calle frente al banco. Mejor dicho: se hubiera encontrado con todo, pero hubiera podido tomar ciertos recaudos. O hubiera regresado a casa y hubiera llamado al banco para decir que estaba descompuesto o algo así. Pero no. Se tomó el café con leche de a poco, en silencio. Fue metiendo las tres medialunas en su organismo, a pesar de que su estómago se quejaba. Cuando llegó el diario, ya había terminado y, en rigor, era hora de partir. Dejó unos billetes en la mesa, volvió a su auto y lo puso en marcha. Dio una vuelta en U y condujo hacia el centro del pueblo como si fuera un domingo de paseo. </div>
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Cuando vio las camionetas blancas, los cables cruzando la calle principal, las cámaras y los periodistas que deambulaban micrófonos en mano, ya era demasiado tarde. Ya estaba ahí, en medio de todo. La gente empezaba a amucharse en la plaza, en la calle, guardando cierta distancia respecto de los periodistas. Clavó los frenos y dobló en la primera esquina. Estaban por todos lados, no podía detenerse ahí. Hizo casi cinco cuadras y finalmente, frenó. Sintió un pinchazo en el pecho. Tenía la camisa mojada, podía sentir el frío húmedo en la espalda. Tenía que tranquilizarse. Su cerebro le decía una cosa pero su cuerpo parecía responder al cerebro de alguien más. <i>Calmate, Oscar. Nos seas boludo, Oscar. </i>Ese despliegue periodístico no podía ser por él. Lo suyo ya estaba tan seco que no podía despertar esa clase de interés. Eso, si lo hubieran descubierto. Pero quién. Nadie se hubiera atrevido. Además, con qué pruebas iban a inculparlo. No, eso tenía que ser por otra cosa. Si no se movía de allí, lo único que iba a hacer era levantar sospechas. No sabía bien de qué, pero sabía que cuando ocurrían cosas extraordinarias, de las grietas más inverosímiles salían giles con aspiraciones de Sherlock Holmes a atar cabos deshilachados y a repetir las idioteces que escuchaban por televisión. </div>
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Tenía que volver. Volver, estacionar el auto en algún lugar y entrar al banco de modo tal que ninguna cámara lo tomara. Si alguien lo veía, tendría que volver a huir. Todo de nuevo. No quería pensar en eso pero tenía la certeza de que no podría volver a hacer todo de nuevo. Ya no.</div>
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Estacionó en la que calculó sería la manzana del banco, sobre la paralela. Eso le daría una cuadra y media antes de llegar. Sintió una vibración en la entrepierna y reaccionó como si hubiera oído un disparo. <i>Sos un boludo, Oscar. Sos un boludo</i>. Se reprendía en voz alta, demasiado fuera de sí como para pensar que alguien podría verlo porque las ventanillas eran de vidrio, no de plomo. Era un mensaje de Ana. La llamó. Quizás ella ya supiera algo. Tenía la voz ronca, se habría levantado hacía no más de media hora. </div>
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- No vi nada. Esperá que prendo el tele…</div>
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Le cortó. No podía esperar que ella estuviera lo suficientemente despierta como para pasarle información precisa. Después, le diría que se había cortado, que había entrado su jefe. Cualquier cosa. Si es que había un después. </div>
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Cómo, cuándo se había convertido en eso que ahora quería bajarse del auto y no podía. Desde cuándo a él le temblaban las piernas, le sudaban las manos. Era ella. Ella le había cagado tanto la vida, que ahora se la seguía cagando desde el más allá. </div>
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Había gastado muchas noches tratando de desprenderse de ella, de que ella saliera de una vez por todas de su cuerpo. No estaba arrepentido. Ni siquiera en esas noches en las que había pensado que nunca más iba a poder dormir de nuevo se había arrepentido. Ni un poco. El que avisa no traiciona. Y él se lo había avisado muchas veces. Ella se la había buscado. Ni se resistió cuando él la metió en el auto. Ni gritó, ni pataleó, ni nada. Apenas intentó defenderse, pero ya era tarde. </div>
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Él tampoco se resistió. Sabía que lo que había hecho iba a tener algún tipo de consecuencia. Purgó cada noche. Las apuntaló con el alcohol que podía conseguir en ese pueblo infecto, que siempre era de mala calidad y lo tenía embotado día y noche, pero no lo suficiente como para que desaparecieran los ojos de Andrea de su cabeza. Con el tiempo, su cabeza empezó a llenarse de gritos. Puras alucinaciones. Él recordaba perfectamente que ella no había proferido ni una queja. Le había clavado los ojos todo el tiempo, eso sí. Esos ojos que gritaban mudos, llenos de lágrimas que no se caían nunca. La muy perra ni siquiera se permitió llorar. Era más fuerte de lo que él mismo había pensado. O más perra de lo que él había supuesto. </div>
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El cuerpo de Ana le había espantado un poco el insomnio. Ya se había resignado a no dormir nunca más, cuando encontró en el cuerpo de Ana una tregua que le llenaba la cabeza de otras imágenes. Sabía que no era una solución, que debía seguir purgando lo de Andrea hasta que se secara como un carozo. Si no se resistía, la memoria terminaría por drenarse y por fin, sobrevendría el olvido. Y volvería a dormir como antes, quizás. No había esperado que Ana se instalara, no pretendía de ella ninguna permanencia. Estaba claro que ya no era el que había sido. Había bajado la guardia de tanto no poder más. </div>
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Se dio cuenta de que seguía sentado en su auto cuando pasaron dos señoras por la vereda, que interrumpieron su cotorreo y lo miraron. Él fingió estar buscando algo en el asiento vacío del acompañante y vio cómo se alejaban por el espejo retrovisor. Estaba llegando una hora tarde al banco y nadie lo había llamado. A lo mejor, estaban todos afuera, en la vereda como viejas chusmas. A lo mejor, estaban todos esperando que él llegara para ver en primera fila cómo se lo llevaba la policía. No. No podía ser tan sencillo, no después de tanto tiempo. Intentó concentrarse en una sola cosa: bajarse del auto. Tenía que poder bajarse del auto, caminar y entrar al banco como si nada hubiera pasado. Nada había pasado, de hecho. Nada que él supiera, al menos.</div>
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Su mano izquierda se apoyó en la palanca que abría la puerta. La abrió. El viento fresco renovó el aire en el interior del auto. Tenía ganas de fumar. Revisó la guantera. A lo mejor, algún cigarrillo rebelde se había salvado de las pesquisas de Ana. Las imperiosas ganas de fumar empezaban a desplazar todos los pensamientos que podían ocupar su mente al mismo tiempo. Un puto cigarrillo, vamos, Oscar. Un cigarrillo. Mierda. La guantera estaba más limpia que una bandeja quirúrgica. En la otra cuadra, había un cartel clavado en la vereda. Un kiosko. Podía ser un kiosko de barrio. Se palpó el bolsillo y se bajó. Quiso pensar que el temblor de las piernas se debía a que hacía más de una hora que estaba ahí sentado como un boludo.</div>
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No era un kiosko. Era una especie de almacén metido en lo que antes debía haber sido el comedor de esa casa. Una mujer se acercó a la ventana y le preguntó qué quería. <i>Cigarrillos</i>, le dijo.<i> ¿Qué marca? Cualquiera. Y un encendedor. </i>Pagó y volvió al auto.</div>
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La primera pitada fue una patada directa a la garganta. La tos le llenó los ojos de lágrimas. La segunda pitada fue como besar a una exnovia. Hay cosas que no se olvidan, pensó. Fumo este y me bajo, se dijo. La cuarta pitada lo despertó. ¿Y si era el momento de la película en el que el prófugo toma la decisión equivocada, sólo para hacer avanzar un argumento berreta? Quizás ese era el momento en el que él le gritaba a la pantalla: No te bajes, boludo, rajá de ahí de una buena vez. En la película, el tipo se baja, porque viene a ser el malo. Y el malo siempre debe tener su castigo. Pero él no era el malo de esa película. Él, en todo caso, había hecho justicia. Ojo por ojo, diente por diente. La forma más básica, más primitiva de justicia. La más pura, también.</div>
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Como el fuego. El fuego era asombroso, sobrenatural. El fuego era limpio. El fuego era capaz de borrar todas las huellas. Todavía era capaz de sentir en el cuerpo la fascinación que le había producido verla arder. Se había quedado como encandilado unos minutos frente al fuego, aun cuando había planificado huir de inmediato, por las dudas. Pero no había podido. El fuego era demasiado asombroso como para dejarlo solo y no ser testigo de su trabajo. De todos modos, no pudo asistir al final, a la extinción de las últimas llamas. No podía arriesgarse tanto. Cuando lo que había sido el cuerpo de Andrea dejó de moverse, supo que tenía que irse.</div>
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Y había manejado durante horas, todavía encandilado, sin poder creer que finalmente lo había hecho. Que la muy puta había pagado por todo lo que le había hecho toda la vida. Ya casi no podía mantenerse despierto cuando vio las luces de lo que parecía ser un pueblo. No lo tenía marcado en el mapa, pero tampoco podía seguir. El hotel estaba vacío. Nadie le hizo ninguna pregunta. Esa noche sí durmió. Fue la última. Después, el insomnio se le prendería a los huesos y ya no lo dejaría, aunque le diera algunas treguas. </div>
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Quizás ese fuera el momento de la película en el que era necesario tomar la decisión equivocada. Sabía, en el fondo, que no podría resistir una nueva purga ni un insomnio sin treguas. ¿Quién podía saber, en definitiva, cuál era la decisión adecuada?</div>
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Se bajó del auto y cerró dando un portazo. Miró su imagen reflejada en el vidrio de la ventanilla. Deplorable. Si alguien le preguntaba algo, diría que se sentía mal, que por eso había llegado a esa hora. Eso, si le daban tiempo, si todo lo que estaba a la vuelta no era un escenario montado para él, para que, al final, se hiciera la justicia de los otros. </div>
Laura Rossihttp://www.blogger.com/profile/16783398041392354687noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-2149376904757392152.post-30538608591330521652014-12-10T13:46:00.001-03:002014-12-10T13:46:48.740-03:00Llegaría el silencio [fragmento]<div style="text-align: justify;">
Horacio dormía esa mañana. Últimamente, Horacio dormía como nunca. El sueño era su nueva manera de respirar. Por las noches, el cuerpo de Horacio buscaba el de ella y ella se dejaba, no por ella sino más bien porque su cuerpo parecía querer; ese cuerpo que ya no era suyo sino de los sonidos que custodiaba como piedras preciosas. Las voces la habían llenado cuando nada más. El cuerpo de Horacio no tenía voces. El cuerpo de Horacio era un hueco que ya no pesaba como antes sobre el suyo. Le hubiera gustado volver a ver a Horacio en su cuerpo. Podía escucharlo todavía, si hacía algún esfuerzo. La voz de Horacio no hacía vibrar las cosas como la de Julio pero resonaba en ella y eso había sido suficiente para seguirlo. <br />Sintió el cuerpo húmedo mucho tiempo después de que el tipo ese que aparecía todas las mañanas para hablar con Horacio se hubiera ido. Sintió que el agua le llenaba los pulmones, que el aire era espeso, que algo desacomodaba la voces, que los sonidos se apilaban dentro de ella que ahora era del silencio, gruta.</div>
Laura Rossihttp://www.blogger.com/profile/16783398041392354687noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-2149376904757392152.post-8101070467943722672014-11-14T14:15:00.002-03:002014-11-14T14:15:37.945-03:00Ni el tiro del final* [fragmento]<div style="text-align: justify;">
Si alguien se lo hubiera preguntado, no habría podido determinar el momento en el que tomó consciencia de <i>ellos</i>. No les había prestado atención: vivía intentando mantenerse al margen de todo lo que sucediera en la esfera del otro. Casi no miraba televisión, salvo a la hora de la cena o cuando llegaba por las tardes y su madre la tenía encendida en la telenovela del momento. Apenas leía los diarios y, cuando lo hacía, evadía de plano la sección de espectáculos.<br />En algún momento impreciso, sin embargo, la existencia de <i>ellos </i>se le presentó como una evidencia irrefutable de la decadencia humana. Juan Carlos desarrolló por <i>ellos </i>un odio visceral. Los odiaba más que al Mismísimo. Con más fervor, con más sensatez. Porque la voz de América, en el fondo, era él mismo. En el fondo, él no tenía la culpa de parecerse tanto a Juan Carlos o de que Juan Carlos se pareciera tanto a él. Si el Ídolo hacía algún esfuerzo para parecerse a alguien, no era a Juan Carlos sino a Elvis. Problema de Elvis, pensaba Juan Carlos. Pero <i>ellos, ellos</i> no tenían perdón de ningún tipo. <i>Ellos </i>eran una lacra absurda que llevaba su culto a un extremo demencial. <i>Ellos</i>, panzones, viejos, sin oído se paraban ante las cámaras de televisión y repetían, una y otra vez, las peores versiones de las canciones furor del momento. <i>Ellos </i>se dejaban entrevistar y narraban cómo habían decidido metamorfosearse para ser como Él en sus ratos de ocio, porque algún familiar, algún vecino, alguna vez, les habían dicho que tenían “un no sé qué”, “un aire a”. Un aire, un aire, repetía Juan Carlos y se volvía loco de impotencia. <br />Llegó a ver, incluso, la historia de Ricardo, un chofer de la línea 60 que, para superar a los otros, conducía orgulloso su vehículo caracterizado como el Inalcanzable. Según su propio relato, había empezado a imitarlo a pedido de su señora y lo que empezó como un juego se le imprimió en la carne. Había decidido, entonces, que su vida bien podía ser un homenaje permanente a aquel que tantos momentos de felicidad le había dado. Ricardo sonreía frente a la cámara que lo acompañaba en su recorrido diario. Las imágenes mostraban pasajeras sonrientes, que daban de buena gana su testimonio: cómo se sentía viajar todos los días en un colectivo conducido por el Ídolo de América. Toda una comunidad festejando una mentira, una ilusión idiota, pensaba Juan Carlos y se sentía desfallecer. <br />Nunca hubo nada en el mundo que lo exasperara tanto como <i>ellos</i>. <i>Ellos </i>que podían vivir sus vidas anónimas, sin parecidos; <i>ellos</i>, que eran dueños de su propio rostro, de sus cuerpos; <i>ellos</i>, que no se veían obligados a sacarse fotos de prepo con extraños, que no tenían que repetir mil veces que no, que no hacían presentaciones, ni siquiera para señoras que estaban al borde de la muerte; todos ellos habían decidido convertirse en tentáculos para que la omnipresencia del otro fuera posible. No todos podían llegar a Él, pero cualquiera podía contratar a un imitador para los ochenta de la abuela, para el aniversario de casados, incluso, para la fiesta de quince de la nena. Él podía estar con todos, en todos lados.<br /><br />*<b><i>Ni el tiro del final</i></b> [inédita], pp. 15-16. </div>
Laura Rossihttp://www.blogger.com/profile/16783398041392354687noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-2149376904757392152.post-22874372546567643602014-10-29T13:07:00.000-03:002014-10-29T13:07:07.116-03:00Inminencia vegetal [*]<div style="text-align: justify;">
<i><b>Bambú</b></i><br />Fuiste contundente después, cuando todo había terminado. Era fácil ser contundente: hacía meses que <i>Uno</i> había improvisado un bolso con su ropa y se había llevado con él todas las explicaciones. Ni siquiera volvió por lo demás. Tuve que llenar cajas para enterrarlo. Las cerré, las apilé. Tres días destripándolo y enterrándolo como a un descuartizado. No volví a armarlo. Se armó solo, meses después, pero ya era tarde: sus partes no encajaban. Su lengua de muñeco mal cosido trastabillaba. Lo despedacé para encontrar respuestas. No encontré nada.<br />Tuve que salir a buscar. <i>Uno </i>había sembrado partes en tierras ajenas. Usé rastrillo y pala. Me destrocé las uñas escarbando en la noche fondo de pozo. El que busca encuentra. Ella me lo dijo todo. Cualquiera se delata con la punta de una pala apuntando a la garganta. Nadie más reclamó sus pedazos. Guardé algunos para enterrarlos en las noches por venir.<br />Confieso que no supe descifrarte enseguida, ignoraba el lenguaje de la clorofila. Quise pensar que las casualidades existían, que el bambú no era capaz de ejecutar gestos simbólicos. Tu tronco se secó. La clorofila se ausentó de vos, como él de mí. Las fibras amarillentas se desintegraron en mis manos, se hicieron polvo. Lo barrí, lo junté en una pala y lo tiré. Esperé que mi rama siguiera el mismo destino. Me imaginé amarillenta, desintegrada hasta el polvo. Pero no. Quebrada la simbiosis, mi rama verde brilla y se ramifica. Sigo alimentándola. Ella sola aprendió a buscar la luz. Apenas recuerda.<br /><br /><i><b>Menta</b></i><br />Vos lo supiste mucho antes que yo. Me distraje; necesitaba distraerme, tomar aire. Cuando te traje a casa, sólo pensé en que cumplieras tu propósito. Mantuve vivas tus pequeñas hojas verde oscuro. No te creí simbólica ni oracular. Estabas más enredada a <i>Dos </i>de lo que hubiera imaginado. Yo, también. No te secaste de a poco, no te desintegraste en mis manos. Volví y encontré tu maceta vacía. Te habías arrancado de cuajo. Lo atribuí a mi ausencia, a la falta de agua. <br />Me olvidé de vos. <i>Dos </i>reclamaba atención constante. Su fragilidad no daba lugar a la más mínima distracción. Unas horas de ausencia, lo desmoronaban como días sin agua. <i>Dos </i>vivía solo en su ramificarse: su urgencia terminó lo que nunca llegó a empezar. Lo confundí con una semilla. Intenté alimentarla, aguanté mis miedos para verla crecer. Pero <i>Dos </i>estaba seco: era una piedra disfrazada de semilla. El esfuerzo me dejó exhausta. Me olvidé de vos, de tu maceta vacía. No es excusa, pero también me olvidé de mí.<br />El humo sostuvo las horas. No me alimenté, ni me di calor. Las piedras pueden –si quieren- ser crueles: transitan lo orgánico como extranjeras de paso. El sudor, las lágrimas, la sangre les son ajenos. <br />De lejos, escuché el eco de la savia profunda, su rebelión contra la piedra. Lo escuché y me puse, por fin, de pie. Tu maceta no estaba vacía: te habías hecho a un costado. Como a mí, te acunó la tierra oscura, te alimentó la lluvia. Te hiciste nueva. Tu lengua prístina gritó verde, recién nacida.<br /><br /><i><b>Romero</b></i><br />Tus hojas son espinas sin fuerza, no me lastiman. Reconozco tu olor, me calma de a ratos. Te paladeo acre como un enigma que quizás nunca se resuelva. No busco resoluciones. <i>Tres </i>lo sabe. Puedo deshojarlo: sé hasta dónde llega mi escalpelo. <i>Tres </i>recibe mi agua sin inundarse. No me deshidrata ni me quita el aire. <br />Vuelvo a empezar. Esta vez, estoy atenta al presentimiento vegetal. Lleno mis pulmones de aire y espero. Tus espinas son blandas, todavía brillan.</div>
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<br /></div>
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[*] Este texto fue publicado en <a href="http://issuu.com/dixihedicho/docs/dixi_36_issuu/1" target="_blank">Dixi (He dicho) XXXVI</a>.</div>
Laura Rossihttp://www.blogger.com/profile/16783398041392354687noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-2149376904757392152.post-65108511244018275022014-10-09T14:25:00.003-03:002014-10-09T14:25:35.179-03:00juevespongo la pava<br />enciendo la hornalla<br />espero en este hueco<br />que acabo de abrir en el tiempo,<br />quisiera decir ‘como un tajo’<br />pero es demasiado dramático:<br />el sol llena la cocina,<br />nada se parece a un tajo.<br />lejos, pero ahí nomás<br />detrás del vidrio<br />los violetas de Montevideo.<br />cerca, pero adentro<br />las moléculas del agua se alborotan.<br />las palomas van y vienen, se agolpan.<br />los platos del almuerzo<br />mojan la mesada. el silbido <br />de la pava corta el aire<br />¿como un tajo?Laura Rossihttp://www.blogger.com/profile/16783398041392354687noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-2149376904757392152.post-72618416511665620172014-09-29T10:19:00.003-03:002014-09-29T10:19:53.578-03:00lunesespero la lluvia, la veo venir <br />en el aire espeso.<br />
<br />cargo bolsas como si todo <br />estuviera listo para el viaje. a veces, <br />la distancia es un disfraz.<br />
<br />los paraguas se arraciman en la esquina,<br />esperan el colectivo. yo también<br />tengo mojados<br />los ojos y los pies.Laura Rossihttp://www.blogger.com/profile/16783398041392354687noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-2149376904757392152.post-33510774814325144542014-09-18T16:10:00.001-03:002014-09-18T16:11:13.036-03:00Festival de Literatura Policial en Rosario<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiea1Vp3CqIVIj8wzDeatcjXbdazd8czNCDgBajT7F-QRJ_niPbrpbGlGRsZ4s7JM5RxoV2NiC5tU5r4xSb_M2h1p9RY_QGLVnjbdjPBXMBSr6CnSa2Sb_HpZS78wHP4Tc3eUQn4uXXfJs/s1600/Chicago.png" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiea1Vp3CqIVIj8wzDeatcjXbdazd8czNCDgBajT7F-QRJ_niPbrpbGlGRsZ4s7JM5RxoV2NiC5tU5r4xSb_M2h1p9RY_QGLVnjbdjPBXMBSr6CnSa2Sb_HpZS78wHP4Tc3eUQn4uXXfJs/s1600/Chicago.png" height="320" width="320" /></a></div>
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<span data-reactid=".1g.0.0">Festival de literatura policial <a href="https://www.facebook.com/LaChicagoArg" target="_blank">La Chicago Argentina. Rosario, crimen y cultura</a>. </span></div>
<div style="text-align: center;">
<span data-reactid=".1g.0.0">Espacio Cultural Universitario
(ECU), San Martín 750. </span></div>
<div style="text-align: center;">
<span data-reactid=".1g.0.0">2 al 4 de octubre.</span></div>
Laura Rossihttp://www.blogger.com/profile/16783398041392354687noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-2149376904757392152.post-581897223930874652014-08-26T11:00:00.000-03:002014-08-26T11:41:45.435-03:00Desencuentro<div style="text-align: justify;">
<i> Buenos Aires, 12 de septiembre de 1953</i><br />
<br />
Adorada Filomena:<br />
Hubiera querido escribirle un poema, pero nada de lo que rima con Filomena me resulta satisfactorio, ni expresa un ápice de este sentimiento hondo que me inunda al pensar en usted. Si tuviera la amabilidad de cambiarse el nombre por el de Leonor, por ejemplo, podría escribirle unos sonetos que ni le cuento. Cualquier cosa, me avisa.<br />
Decía: hubiera querido escribirle un poema, pero aquí estoy, escribiéndole esta carta, por la cuestión del nombre complicado que acabo de comentarle recién. Sé que soy reiterativo. Por eso, vuelvo a escribirle para expresarle mi más profunda devoción. No puedo dejar de pensar en usted ni un instante. Bueno, quizás mientras duermo pienso en otras cosas, cómo saberlo. Me atrevería a afirmar, sin embargo, que usted aparece en el 99% de mis sueños. Pienso en cada momento en los besos que todavía no me ha regalado, en cómo mis manos le prodigarían caricias a su cuerpo poco voluptuoso y menos agraciado, pero que para mí tiene gracia, porque lo miro a través de los cristales empañados de este amor que me consume cual pabilo encendido (¿ve? Leonor rimaría perfectamente con amor. Por favor, piénselo.). Sé que usted no es afecta -valga la redundancia- a mis constantes expresiones de afecto, pero sólo intento hacerle entender que esto que siento por usted va más allá de cualquier obstáculo que la vida (léase: su madre) nos ponga en el camino que nos toca transitar. Un camino lleno de desencuentros, de rechazos y de dolor que podría transformarse en pura felicidad si tan solo me diera la oportunidad de demostrarle que todo lo que le digo es cierto.<br />
Filomena, sólo pensar en usted me llena de un gozo indescriptible, pero temo que el tiempo, que es cruel y, por cómo vamos, va a ser mucho, borre de mi memoria su recuerdo y lo confunda con todas esas ideas que guardo y que jamás han llegado a concretarse. No sé si mi corazón podrá seguir soportando su ausencia sin romperse en mil pedazos. Si así fuera, no dudaría ni un minuto en ofrecérselo como prueba de mi adoración incondicional hacia su persona.<br />
Sólo usted tiene el poder de insuflarle vida a mi pobre corazón. Dele, Filomena, no se haga la difícil, que la vida es breve y puede llegar a ser un carnaval, como dicen, si nos disfrazamos un poco.<br />
<br />
Demencialmente suyo,<br />
<i><b>Ernesto</b></i><br />
<br />
<i><br /> Buenos Aires, 18 de septiembre de 1953</i><br />
<br />
Estimado Ernesto:<br />
¿Leonor? ¿Quién es Leonor? Me parece poco prudente de su parte enviarme una carta que va dirigida, en realidad, a otra mujer. Yo soy Filomena, ¿se acuerda? Y si no le rima, es su problema. Leo y releo sus cartas y me parece mentira: cuando empezaba a creerle esa profunda devoción que dice tener por mí, usted viene y así nomás, me chanta a esa Leonor en la cara. ¿La conozco? ¿Es también amiga de sus primas, como yo? Ellas jamás me hablaron de ninguna Leonor. De todos modos, a mí no me importa. Usted es un hombre libre, que tendrá sus necesidades, me imagino, como todos, y es dueño de satisfacerlas con Leonor o con cualquiera otra.<br />
Es un hecho lamentable de la vida que no hayamos podido entendernos, Ernesto. Yo creía ser la única para usted y usted había empezado a ser el único para mí. Nadie más que usted es capaz de enviar dos cartas al día sin recibir ni una respuesta. Pero usted sí ha sido capaz. Debo confesarle que, al principio, me asustaba. Lo imaginaba vigilándome, constantemente al acecho. No le voy a negar que algo de eso me gustaba un poco. No tiene sentido ahora ocultar mis sentimientos, puesto que Leonor ha aparecido en su vida y ha logrado tejerse en el entramado de lo que podía haber sido nuestro amor, pero que no fue, ni será.<br />
Aprovecho para decirle que yo sería incapaz de insuflarle nada, mucho menos si usted anda en tratativas con esa tal Leonor. Les deseo de todo corazón que sean felices. Deje de escribirme, que a Leonor no le debe gustar nada, se me ocurre.<br />
Mi madre le manda saludos.<br />
<br />
Atentamente,</div>
<div style="text-align: justify;">
<b><i>Filomena</i></b></div>
Laura Rossihttp://www.blogger.com/profile/16783398041392354687noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-2149376904757392152.post-34550800735975371972014-08-19T10:59:00.003-03:002014-08-19T10:59:59.667-03:00glosael aire se cuela por las grietas,<br />es brisa de a ratos y la tormenta:<br />promesa adherida al paladar de la siesta.<br />adivino gotas metálicas, su repiqueteo<br />en este techo que no guarece nunca del todo. <br />las imágenes que atrapo se pierden<br />en el sopor de esta hora en punto muerto;<br />algunas quedan <br />tendidas como ropa ajena.<br />el aire espeso, el vuelo atropellado<br />de las aves, la inquietud vegetal:<br />te toca la inminencia con los dedos <br />de un sentido todavía sin nombre.<br />trinan los pájaros y avisan que viene<br />el viento a desbaratar el orden<br />cansino de las cosas.Laura Rossihttp://www.blogger.com/profile/16783398041392354687noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-2149376904757392152.post-8584897476227252972014-08-15T11:10:00.000-03:002014-08-15T11:10:09.145-03:00Baldías [fragmento]<div style="text-align: justify;">
"El hombre que apura el paso, entra y alborota la vigilancia quieta de los perros debe ser el padre de los chicos. Alejandro. Alejandro Ponce, creer recordar. Se frena en seco cuando la ve sentada en la penumbra y se queda así, durante unos segundos que se estiran. Ella quiere presentarse, se pone de pie pero hace tantas horas que no habla más que dentro de su cabeza que la voz sale ronca, torpe. Le parece que los perros están de su lado, igual tiene que estar atenta, concentrarse en cualquier cosa que delate que allí está pasando algo que no debería pasar. <br />“¿Y por qué asunto viene?”, pregunta él como quien pregunta si hay milanesas para la cena. Y ella le suelta toda la historia, tratando de observar las expresiones faciales de ese hombre que se ha quedado ahí, sin moverse. Poco puede ver en la penumbra y la inquietud que crece en presencia del hombre tampoco colabora. Tendría que haberse ido. Pero no se fue, así que le explica, como puede, que alguien informó que hacía unos cuantos días que no veían a María Viviana Soler, que si ella no tiene mal los datos, es su concubina, la madre de los chiquitos que están solos adentro y que su trabajo es verificar que todo esté bien. Una formalidad nada más, le dice, porque empieza a tener miedo y el remis no aparece. Siente los ojos de los chicos clavados en la espalda y nota que el padre los mira y que deben haberse ocultado porque el haz de luz que de pronto los iluminaba se opaca y los ojos otra vez tienen que amoldarse a la penumbra. El hombre clava sus ojos en el suelo, eso cree ver. Debe estar buscando las palabras en su cabeza, las palabras que expliquen lo que ha sucedido, porque es evidente que algo ha sucedido, aunque ese algo puedan ser mil cosas que ella nunca antes ha escuchado. O que ha escuchado muchas veces de maneras distintas. Es mentira que toda esa gente se parece, como le dicen sus amigos o algún conocido cuando se entera de qué trabaja. Algunas historias se parecen y otras no, pero esas que no se parecen a nada, se disfrazan para hacerse clasificables, para que ciertas personas puedan decir que a toda esa gente le pasan siempre las mismas cosas." </div>
Laura Rossihttp://www.blogger.com/profile/16783398041392354687noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-2149376904757392152.post-86579711713800655552014-08-13T09:00:00.000-03:002014-08-13T09:00:04.254-03:00Apendicectomía, de G. MacEwen<div style="text-align: justify;">
Gwendolyn MacEwen nació en Toronto en septiembre de 1941 y murió en 1987. Empezó a publicar sus poemas en <i>The Canadian Forum</i> a los dieciséis años. La originalidad de su mirada y la contundencia de su estilo la convirtieron en una importante figura de las letras canadienses y la hacen absolutamente actual.<br /><br /><br /><b><i>Apendicectomía</i></b> [*]<br /><br />es interesante cómo podés jactarte de una cicatriz<br />estoy fascinada con la mía; es diagonal y recta<br />sugiere una gran habilidad, una gran rapidez<br />no es ni más larga ni más corta de lo que necesita ser.<br /><br />es bueno cómo sigue mi natural simetría<br />paralela a la cadera, perfecta geometría<br />no es una herida; es un diagrama<br />dibujado correctamente, sin conexión con el dolor.<br /><br />es interesante cómo podés jactarte de una cicatriz<br />nada en la naturaleza es una línea recta<br />excepto esta deliciosa blasfemia en mi abdomen<br />el cirujano fue un indio, y hermoso y sagrado.<br /><br />[*] MacEwen, Gwendolyn (1999). <i>Volume One: The early years</i>. Toronto, Canadá. Exile Edition Limited.</div>
Laura Rossihttp://www.blogger.com/profile/16783398041392354687noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-2149376904757392152.post-55606219897023659792014-08-12T09:16:00.000-03:002014-08-12T09:16:17.315-03:00El soñador soñado<div style="text-align: justify;">
<b><span style="font-family: Arial,Helvetica,sans-serif;"><span style="font-size: small;">Miguel de Unamuno</span></span></b> [1864 - 1936] fue un agonista, un luchador, como sus personajes. Al fin de cuentas, no había para él muchas diferencias entre las personas de carne y hueso y los personajes de ficción: todos son reales, “realísimos, y con la realidad más íntima, con la que se dan ellos mismos, en puro querer ser o en puro querer no ser, y no con la que le den los lectores.”[1] Esta idea de que son los mismos personajes los que, a través de su accionar, crean su propia realidad no es privativa de Unamuno, pero quizás él haya sido uno de los pocos que la llevó al paroxismo tan prolíficamente.<br />Las fronteras entre lo que denominamos ‘realidad’ y lo que llamamos ‘ficción’ son tan lábiles que permiten un tránsito más o menos fluido de un lado a otro. En <b><i>Niebla</i></b>, es el mismo Don Miguel el que cruza los límites de lo real para “resolver” el conflicto de su protagonista, Augusto Pérez. Al mismo tiempo, Víctor Gotti, amigo de Pérez, atraviesa las fronteras de la ficción y prologa la novela que estamos leyendo, que no es otra que la novela que él afirma estar escribiendo dentro de la novela.<br />Augusto Pérez padece los efectos de un amor no correspondido y decide suicidarse. Lo que no sabe Augusto es que él no está en condiciones de hacer su voluntad, porque es un personaje de ficción. Indignado, va a pedirle explicaciones a Don Miguel, que aparece, en el capítulo XXXI, ya convertido en personaje de sí mismo. Allí, Augusto, que había pretendido llevar a cabo su ‘querer no ser’, debe enfrentarse con la idea de que su existencia depende pura y exclusivamente de otro. Es, precisamente, ese atisbo de voluntad propia el que, desde la perspectiva de Unamuno, termina construyendo la “realidad” autónoma del personaje.<br />La gran apuesta de <b><i>Niebla </i></b>radica en el doble tránsito: no sólo el Autor se inmiscuye en el mundo de la ficción sino que, al mismo tiempo, un personaje secundario [Víctor] afirma su existencia firmando el primer prólogo de la novela, de acuerdo, según dice, con los pedidos de Don Miguel.<br />Si bien toda la obra de Miguel de Unamuno puede leerse como un ‘hacerse carne’ de sus ideas y de sus dudas existenciales, es probable que <b><i>Niebla </i></b>sea la más emblemática en este sentido. Allí, las ideas se vuelven acciones concretas y se palpa, como en pocas obras, que no somos otra cosa que la sombra de un sueño [2]. La existencia se cifra, entonces, en la posibilidad de que alguien más nos dé vida, nos sueñe. Quien no se haya sentido como Augusto en algún momento que tire la primera piedra.<br /><br /><span style="font-size: x-small;">[1] Miguel de Unamuno. "Prólogo" en Tres novelas ejemplares y un prólogo.<br />[2] Píndaro: “Somos la sombra de un sueño”. </span></div>
Laura Rossihttp://www.blogger.com/profile/16783398041392354687noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-2149376904757392152.post-80092629056038405322014-08-11T12:59:00.000-03:002014-08-11T12:59:17.310-03:00Llegaría el silencio [fragmento]<div style="text-align: justify;">
"Se sentó en la cama. El elástico crujió y le recordó otras camas vaya a saber uno dónde y cuándo. Las camas de los pueblos hacían ese sonido que las hermanaba de algún modo. Caminó descalzo hasta el baño como si fuera lo más habitual del mundo. Orinó sólo para sentir alivio. Abrió la canilla de la ducha y un chorro miserable de agua cayó de la boca de un caño sin regadera. El agua, que debía estar fría, salía tibia. Repitió una rutina que había creído olvidada. Ahí estaba, recién levantado de la cama, duchándose para apuntalar el día aunque no pudiera determinar si el día recién empezaba o estaba a punto de terminar. Cerró la canilla y salió del baño con el cuerpo mojado. Las toallas estaban en el piso; las habría pateado al acostarse. Tomó una y se secó apenas. No le importaba humedecer las sábanas. Boca arriba sobre el colchón duro, sintió el calor del cuerpo de Paula otra vez y el suyo, un calor de humedad y de olor a jabón que no le impidió, sin embargo, volver a entumecerse entre las sábanas. Más tarde, decidiría qué hacer. Más tarde, volvería a mirar al tipo que los había llevado hasta ahí y podría observarlo con ojos despiertos y no embotados de tanto aguantar el sueño y el hambre y esa inquietud que ya no era miedo pero casi. No iba a quebrarse justo en ese momento. Tantos años -¿Años? ¿Eran años? ¿Eso eran los años?- sin dar ni un paso en falso. No, no iba a quebrarse justo en ese momento, justo cuando Paula por fin duerme y sueña y su cuerpo tiembla imperceptiblemente al lado del suyo, quieto pero caliente; caliente como si estuvieran vivos, de nuevo." </div>
Laura Rossihttp://www.blogger.com/profile/16783398041392354687noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-2149376904757392152.post-87683325740554684352014-08-08T09:00:00.000-03:002014-08-08T09:00:06.265-03:00Nieblas<i><b>niebla de tucumán</b></i><br /><br />los cerros, la niebla telón de fondo.<br />un calor insensato, las bocinas, los motores,<br />los ruidos que no esperábamos. <br />crepitan los pasos en las veredas angostas, <br />se apuran para que no los trague la boca <br />profunda de la siesta. los vendedores ambulantes<br />y sus mantas y sus cables como cordones umbilicales <br />prendidos a los faroles; el pollito pío en todos los parlantes <br />trina en los patios de la casa de la independencia, <br />el balcón donde fumo mirando los cerros,<br />la niebla inexplicable de esta mañana.<br /><br />me dicen que la niebla no es niebla:<br />es tierra en el aire, nubes de tierra <br />que hacen de los cerros puro contorno. <br />cuando llueve, la tierra se aplaca <br />y se ven los árboles y las casas <br />y el cristo en los cerros.<br /><br /><br /><i><b>niebla de rosario</b></i><br /><br />el calor desconcierta ahora<br />que hemos expulsado microscópicas<br />partículas de agua de los pulmones.<br />nos dejó la niebla brazos vacíos que, <br />más bien, nos apretaron un poco.<br />el río, los árboles, las caras desaturadas: <br />meros edificios de la imaginación.<br />transpiran las calles mientras camino<br />como si protestaran ahora<br />su nostalgia de agua. <br />Laura Rossihttp://www.blogger.com/profile/16783398041392354687noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-2149376904757392152.post-68780999886405252612014-08-07T10:59:00.001-03:002014-08-07T10:59:07.563-03:00Sucundún<div style="text-align: justify;">
Al final, lo de siempre: saber de antemano cómo van a ser las cosas y dejarse llevar igual. Una escapada. La voz de Ariel del otro lado del teléfono repitiendo ‘una escapada’ y ella amplificando de palabra los bocinazos de fondo, la agitación. <i>No te escucho bien, después hablamos</i>. Presionó la tecla que callaba los ruidos del exterior, nunca los de adentro. “Nos ganan los malos, nos ganan los malos. Son personas carentes de todo diálogo”. Pantalla partida: en un cuadro, la mujer que se queja de algo que no ha llegado a ver; en el otro, el conductor del noticiero que finge empatizar con la indignación de la mujer que se queja. Después hablamos no era lo que tenía que decir. Ariel no se llevaba bien con las respuestas pendientes. Dejarse llevar. “Unos días en la playa les van a hacer bien, así descansan”, diría su madre. “La gente que no tiene nada que decirse no puede andar por ahí haciéndose la bucólica”, diría Andrea. No decirle nada a Andrea. “¿Cómo sabés que no te va a gustar si nunca fuimos?”.<br />Vuelve a otra pantalla, a una traducción que, desde temprano, no avanzaba. Iba a ser un día de esos en los que cada nimiedad se condensa y se estira y ocupa un tiempo que no le corresponde. A lo mejor. No se pierde nada. Mail. Tipea: <br /><br /><i>Ariel: Está buena la idea de la escapada, pero deberíamos dejarlo para otro fin de semana. O para otro lugar. O para otra gente. O para otra vida. Besos, Remy.</i><br /><br />Backspace, backspace. Backspace sostenido hasta escapada. Duda. Mejor hasta idea. <i>Pero tengo mucho trabajo atrasado y pensaba ponerme al día este fin de semana. Besos, Remy.</i><br /><br />Media hora después: <i>Ya saqué los pasajes, tenía descuento con la tarjeta solo x hoy. Pensá que te va a hacer bien descansar. Te quiero. Ariel.</i><br /><br />Ellos y la playa. Un simulacro de playa, más bien. Y un puñado de casas que bien podrían haber estado deshabitadas. Y el sonido de oreja pegada a vaso vacío del mar. A pocos metros de eso que Ariel se empeñaba en llamar arena, la hostería; el olor a Raid, el colchón duro, las sábanas ajenas, los crujidos del piso de madera. Ojalá hubiera llovido, pero no. La lluvia hubiera propiciado la huida pero ese frío a destiempo sólo alimentaba las esperanzas de Ariel. “Seguro que al sol ni se siente. Dale, levantate, no vinimos a dormir todo el día”. <br />Lo que no se sentía era el sol. Tres días con el frío desubicado metido entre los huesos. Tres días paseando libros cerrados en su mochila, el hastío de las horas llenas de Ariel y de nada más. Tres días esquivando ese perro que los seguía todo el tiempo, deambulando entre el hambre y la enfermedad. Cómo pudimos confundir sarna con hambre. Desde el asiento del colectivo que se aleja de la playa, del puñado de casas, del sonido hueco del mar, de las sábanas en las que se acostaron otros, discernir parece más fácil.<br />Ariel duerme prácticamente desde que se acomodó en el asiento. Mejor así. La calefacción a pleno hace del colectivo una suerte de sucursal móvil de Panamá. Ariel duerme y apoya la cabeza en su hombro. Ella también quisiera dormir y olvidarse del frío que ahora le parece una pesadilla lejana; del perro, de su olor; de todo lo que se confunde y zumba cuando cierra los ojos, pero su atención no puede desprenderse del peso muerto clavado en el hueso del hombro. Vos no sos huesuda, estás demasiado flaca porque comés mal. No hay distancia ni penurias que borren del todo el repiqueteo de la voz materna. Abre los ojos porque parece un mal chiste, no puede ser, jodeme, y gira la cabeza como puede sólo para comprobar la ausencia de cualquier mirada cómplice en los alrededores. Las olas y el viento. Quiere pero no puede reprimir el shalalalala que aparece en su cabeza antes que en la radio que murmura más interferencias que otra cosa en los parlantes que tienen sobre sus cabezas. Es más sano que ya no te funcione reprimir, ¿entendés? Y el frío del mar. El shalalalala –ahora sí- se funde con las palabras de su terapeuta y pierden espesor. <br />Golpe de cuneta o cráter en el camino. Da igual. Los cuerpos se despegan milímetros de los asientos. La cabeza de Ariel va a picar sobre su hombro. Es una milésima de segundo: se mueve apenas y la cabeza rebota en el aire. Muy pronta a romper. Ariel cabecea, no se despierta. Su cuerpo se inclina hacia el otro lado; la cabeza de muñeco cuelga hacia el pasillo. Me hubiera corrido que este ni se enteraba. Veo la espuma. Y no hay retorno: sabe que van a ser dos horas y pico con esa canción de mierda pegada al paladar. La inercia es la propiedad de los cuerpos de no modificar su estado de reposo o movimiento. Incluso, es probable que alguna mañana, en dos o tres días, se despierte tarareando, tiritando y maldiga al Donald de carne y hueso y al pato, por las dudas. Clava los ojos en el vidrio de su ventanilla, logra saltar el reflejo desdibujado de su cara y se concentra en la línea de pastos que corre como una cinta pegada a la banquina. <br /><br />Peor había sido la ida. Ariel no se dormía y ella intentaba leer mientras lo que en apariencia era un nene que viajaba en el asiento detrás del suyo le pateaba rítmicamente el respaldo. Incluso me divierte imaginar por, patada en el riñón derecho, escrito cosas que solamente, patada en el riñón izquierdo, pensadas en una de esas se te atoran, doble patada, en la garganta, sin hablar, berrinche, de los lagrimales. Quedate quieto, León, que la señora se va a enojar y va a llamar a la policía. León no parecía temerle a la policía y lo demostró con una tenacidad envidiable las dos horas que duró el viaje. Alternaba, cada tanto, patadas y golpes de puñito con simulacros de llanto y muchos ‘me aburro’. Ella hubiera querido decir algo –no hubiera sabido, en realidad, por dónde empezar- pero en cada darse vuelta, se encontraba con la mirada entre suplicante y superada de Ariel que le decía “relajate, ya se va a cansar” porque no era a él a quien estaban pateándole los riñones. El entusiasmo de Ariel en ese colectivo desvencijado, camino al simulacro de playa en el medio de la nada, era tan perverso como el shalalalala, tenedor clavado entre el frío de tu alma y el me hace tiritar. Las rimas de infinitivos son parásitos traicioneros. Y el abuso de los gerundios. Nunca había entendido bien eso de la demonización de los gerundios, pero se le había hecho carne y siempre le resultaban, como mínimo, sospechosos.<br /><br />Y repite, todo de nuevo, desde el comienzo. Las olas y el viento y el frío del mar. Interferencias. No puede determinar si provienen de la radio o de algún pasajero que, como ella en el fondo, crea que el chofer se está burlando de ellos y haya decidido cortar cables y acabar con el suplicio. De tu amor desvanecer. La voz eterna de Donald se pierde, vuelve, deja paso a las interferencias pero ya es omnipresente. Un verdadero sádico el tipo. Mira de soslayo a Ariel y le envidia un poco –mucho, casi demencialmente- esa capacidad de dormir en cualquier lado, en cualquier circunstancia y posición. Abandona la mirada oblicua y se dedica a mirarlo de lleno, como cada una de las noches en las que él se queda a dormir en su casa y ella da vueltas mil veces en la cama hasta que sus ojos pueden ver en la penumbra y piensa que puede despertarlo con la intensidad de su mirada. Pero no. Sus intentos no funcionan mejor –ni peor, en realidad, no funcionan- con la luz de la tarde ni con el movimiento. <br />Hace rato que el chofer ha apagado la radio pero el sucundún sigue flotando en el aire que se ha llenado de los ronquidos, más o menos ligeros, de los otros. La llanura es un somnífero a medias sólo para ella. Siempre a contrapelo. “Siempre dando la nota vos”, le dice su madre cada vez que tiene la oportunidad. Siempre. Por eso, para evitarle el desgaste de saliva, hace mucho que se limita a asentir sin resistencia. Justamente por eso también, desde la atmósfera enrarecida del colectivo, sabe que regresará de “la playa” hablando maravillas de las olas, sucundún, sucundún, de la brisa gélida que equilibraba perfectamente el calor del sol, shalalalala, de la hospitalidad de los lugareños y del perro simpático que prácticamente los había adoptado porque son buena gente, shalalalala y los perros se dan cuenta enseguida de esas cosas, del viento y de la arena que no dejan ver. <br />Como si tuviera incorporado una suerte de despertador interno, Ariel abre los ojos. Gira la cabeza de un lado hacia el otro, de un lado hacia el otro hasta que se cansa o el dolor del cuello afloja. Estira la mano hasta la botella con agua que carga siempre en su mochila. Tiene los ojos abiertos pero sigue dormido. Seguro lo convenzo de que me deje en casa y se vaya para la suya, total mañana tiene que ir a la oficina y. <br />El colectivo aminora la marcha, se detiene ante lo que, supone, deben ser semáforos. Por fin las luces, la civilización. Atraviesan partes de la ciudad que ella ha visto con otros ojos hace tres días y que ahora se confunden con el cansancio y el sueño que empieza a sentir -no sabe si como patadas en la espalda o ancla clavada en los hombros- pero que está allí y diluye, de poco, las olas y el viento y la incomodidad de esos asientos que no han sido hechos para dormir ni para contemplar el verde furioso de los campos que cortaban el cielo, allá, en el fondo. </div>
Laura Rossihttp://www.blogger.com/profile/16783398041392354687noreply@blogger.com0