29.10.14

Inminencia vegetal [*]

Bambú
Fuiste contundente después, cuando todo había terminado. Era fácil ser contundente: hacía meses que Uno había improvisado un bolso con su ropa y se había llevado con él todas las explicaciones. Ni siquiera volvió por lo demás. Tuve que llenar cajas para enterrarlo. Las cerré, las apilé. Tres días destripándolo y enterrándolo como a un descuartizado. No volví a armarlo. Se armó solo, meses después, pero ya era tarde: sus partes no encajaban. Su lengua de muñeco mal cosido trastabillaba. Lo despedacé para encontrar respuestas. No encontré nada.
Tuve que salir a buscar. Uno había sembrado partes en tierras ajenas. Usé rastrillo y pala. Me destrocé las uñas escarbando en la noche fondo de pozo. El que busca encuentra. Ella me lo dijo todo. Cualquiera se delata con la punta de una pala apuntando a la garganta. Nadie más reclamó sus pedazos. Guardé algunos para enterrarlos en las noches por venir.
Confieso que no supe descifrarte enseguida, ignoraba el lenguaje de la clorofila. Quise pensar que las casualidades existían, que el bambú no era capaz de ejecutar gestos simbólicos. Tu tronco se secó. La clorofila se ausentó de vos, como él de mí. Las fibras amarillentas se desintegraron en mis manos, se hicieron polvo. Lo barrí, lo junté en una pala y lo tiré. Esperé que mi rama siguiera el mismo destino. Me imaginé amarillenta, desintegrada hasta el polvo. Pero no. Quebrada la simbiosis, mi rama verde brilla y se ramifica. Sigo alimentándola. Ella sola aprendió a buscar la luz. Apenas recuerda.

Menta
Vos lo supiste mucho antes que yo. Me distraje; necesitaba distraerme, tomar aire. Cuando te traje a casa, sólo pensé en que cumplieras tu propósito. Mantuve vivas tus pequeñas hojas verde oscuro. No te creí simbólica ni oracular. Estabas más enredada a Dos de lo que hubiera imaginado. Yo, también. No te secaste de a poco, no te desintegraste en mis manos. Volví y encontré tu maceta vacía. Te habías arrancado de cuajo. Lo atribuí a mi ausencia, a la falta de agua.
Me olvidé de vos. Dos reclamaba atención constante. Su fragilidad no daba lugar a la más mínima distracción. Unas horas de ausencia, lo desmoronaban como días sin agua. Dos vivía solo en su ramificarse: su urgencia terminó lo que nunca llegó a empezar. Lo confundí con una semilla. Intenté alimentarla, aguanté mis miedos para verla crecer. Pero Dos estaba seco: era una piedra disfrazada de semilla. El esfuerzo me dejó exhausta. Me olvidé de vos, de tu maceta vacía. No es excusa, pero también me olvidé de mí.
El humo sostuvo las horas. No me alimenté, ni me di calor. Las piedras pueden –si quieren- ser crueles: transitan lo orgánico como extranjeras de paso. El sudor, las lágrimas, la sangre les son ajenos.
De lejos, escuché el eco de la savia profunda, su rebelión contra la piedra. Lo escuché y me puse, por fin, de pie. Tu maceta no estaba vacía: te habías hecho a un costado. Como a mí, te acunó la tierra oscura, te alimentó la lluvia. Te hiciste nueva. Tu lengua prístina gritó verde, recién nacida.

Romero
Tus hojas son espinas sin fuerza, no me lastiman. Reconozco tu olor, me calma de a ratos. Te paladeo acre como un enigma que quizás nunca se resuelva. No busco resoluciones. Tres lo sabe. Puedo deshojarlo: sé hasta dónde llega mi escalpelo. Tres recibe mi agua sin inundarse. No me deshidrata ni me quita el aire.
Vuelvo a empezar. Esta vez, estoy atenta al presentimiento vegetal. Lleno mis pulmones de aire y espero. Tus espinas son blandas, todavía brillan.

[*] Este texto fue publicado en Dixi (He dicho) XXXVI.

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