26.8.14

Desencuentro

                                                                                          Buenos Aires, 12 de septiembre de 1953

Adorada Filomena:
Hubiera querido escribirle un poema, pero nada de lo que rima con Filomena me resulta satisfactorio, ni expresa un ápice de este sentimiento hondo que me inunda al pensar en usted. Si tuviera la amabilidad de cambiarse el nombre por el de Leonor, por ejemplo, podría escribirle unos sonetos que ni le cuento. Cualquier cosa, me avisa.
Decía: hubiera querido escribirle un poema, pero aquí estoy, escribiéndole esta carta, por la cuestión del nombre complicado que acabo de comentarle recién. Sé que soy reiterativo. Por eso, vuelvo a escribirle para expresarle mi más profunda devoción. No puedo dejar de pensar en usted ni un instante. Bueno, quizás mientras duermo pienso en otras cosas, cómo saberlo. Me atrevería a afirmar, sin embargo, que usted aparece en el 99% de mis sueños. Pienso en cada momento en los besos que todavía no me ha regalado, en cómo mis manos le prodigarían caricias a su cuerpo poco voluptuoso y menos agraciado, pero que para mí tiene gracia, porque lo miro a través de los cristales empañados de este amor que me consume cual pabilo encendido (¿ve? Leonor rimaría perfectamente con amor. Por favor, piénselo.). Sé que usted no es afecta -valga la redundancia- a mis constantes expresiones de afecto, pero sólo intento hacerle entender que esto que siento por usted va más allá de cualquier obstáculo que la vida (léase: su madre) nos ponga en el camino que nos toca transitar. Un camino lleno de desencuentros, de rechazos y de dolor que podría transformarse en pura felicidad si tan solo me diera la oportunidad de demostrarle que todo lo que le digo es cierto.
Filomena, sólo pensar en usted me llena de un gozo indescriptible, pero temo que el tiempo, que es cruel y, por cómo vamos, va a ser mucho, borre de mi memoria su recuerdo y lo confunda con todas esas ideas que guardo y que jamás han llegado a concretarse. No sé si mi corazón podrá seguir soportando su ausencia sin romperse en mil pedazos. Si así fuera, no dudaría ni un minuto en ofrecérselo como prueba de mi adoración incondicional hacia su persona.
Sólo usted tiene el poder de insuflarle vida a mi pobre corazón. Dele, Filomena, no se haga la difícil, que la vida es breve y puede llegar a ser un carnaval, como dicen, si nos disfrazamos un poco.

                                            Demencialmente suyo,
                                                                              Ernesto


                                                                                         Buenos Aires, 18 de septiembre de 1953


Estimado Ernesto:
¿Leonor? ¿Quién es Leonor? Me parece poco prudente de su parte enviarme una carta que va dirigida, en realidad, a otra mujer. Yo soy Filomena, ¿se acuerda? Y si no le rima, es su problema. Leo y releo sus cartas y me parece mentira: cuando empezaba a creerle esa profunda devoción que dice tener por mí, usted viene y así nomás, me chanta a esa Leonor en la cara. ¿La conozco? ¿Es también amiga de sus primas, como yo? Ellas jamás me hablaron de ninguna Leonor. De todos modos, a mí no me importa. Usted es un hombre libre, que tendrá sus necesidades, me imagino, como todos, y es dueño de satisfacerlas con Leonor o con cualquiera otra.
Es un hecho lamentable de la vida que no hayamos podido entendernos, Ernesto. Yo creía ser la única para usted y usted había empezado a ser el único para mí. Nadie más que usted es capaz de enviar dos cartas al día sin recibir ni una respuesta. Pero usted sí ha sido capaz. Debo confesarle que, al principio, me asustaba. Lo imaginaba vigilándome, constantemente al acecho. No le voy a negar que algo de eso me gustaba un poco. No tiene sentido ahora ocultar mis sentimientos, puesto que Leonor ha aparecido en su vida y ha logrado tejerse en el entramado de lo que podía haber sido nuestro amor, pero que no fue, ni será.
Aprovecho para decirle que yo sería incapaz de insuflarle nada, mucho menos si usted anda en tratativas con esa tal Leonor. Les deseo de todo corazón que sean felices. Deje de escribirme, que a Leonor no le debe gustar nada, se me ocurre.
Mi madre le manda saludos.

                                                   Atentamente,
                                                                         Filomena

19.8.14

glosa

el aire se cuela por las grietas,
es brisa de a ratos     y la tormenta:
promesa adherida al paladar de la siesta.
adivino gotas metálicas, su repiqueteo
en este techo que no guarece nunca del todo.
las imágenes que atrapo se pierden
en el sopor de esta hora en punto muerto;
algunas quedan
tendidas como ropa ajena.
el aire espeso, el vuelo atropellado
de las aves, la inquietud vegetal:
te toca la inminencia con los dedos
de un sentido todavía sin nombre.
trinan los pájaros y avisan que viene
el viento a desbaratar el orden
cansino de las cosas.

15.8.14

Baldías [fragmento]

"El hombre que apura el paso, entra y alborota la vigilancia quieta de los perros debe ser el padre de los chicos. Alejandro. Alejandro Ponce, creer recordar. Se frena en seco cuando la ve sentada en la penumbra y se queda así, durante unos segundos que se estiran. Ella quiere presentarse, se pone de pie pero hace tantas horas que no habla más que dentro de su cabeza que la voz sale ronca, torpe. Le parece que los perros están de su lado, igual tiene que estar atenta, concentrarse en cualquier cosa que delate que allí está pasando algo que no debería pasar.
“¿Y por qué asunto viene?”, pregunta él como quien pregunta si hay milanesas para la cena. Y ella le suelta toda la historia, tratando de observar las expresiones faciales de ese hombre que se ha quedado ahí, sin moverse. Poco puede ver en la penumbra y la inquietud que crece en presencia del hombre tampoco colabora. Tendría que haberse ido. Pero no se fue, así que le explica, como puede, que alguien informó que hacía unos cuantos días que no veían a María Viviana Soler, que si ella no tiene mal los datos, es su concubina, la madre de los chiquitos que están solos adentro y que su trabajo es verificar que todo esté bien. Una formalidad nada más, le dice, porque empieza a tener miedo y el remis no aparece. Siente los ojos de los chicos clavados en la espalda y nota que el padre los mira y que deben haberse ocultado porque el haz de luz que de pronto los iluminaba se opaca y los ojos otra vez tienen que amoldarse a la penumbra. El hombre clava sus ojos en el suelo, eso cree ver. Debe estar buscando las palabras en su cabeza, las palabras que expliquen lo que ha sucedido, porque es evidente que algo ha sucedido, aunque ese algo puedan ser mil cosas que ella nunca antes ha escuchado. O que ha escuchado muchas veces de maneras distintas. Es mentira que toda esa gente se parece, como le dicen sus amigos o algún conocido cuando se entera de qué trabaja. Algunas historias se parecen y otras no, pero esas que no se parecen a nada, se disfrazan para hacerse clasificables, para que ciertas personas puedan decir que a toda esa gente le pasan siempre las mismas cosas."

13.8.14

Apendicectomía, de G. MacEwen

Gwendolyn MacEwen nació en Toronto en septiembre de 1941 y murió en 1987. Empezó a publicar sus poemas en The Canadian Forum a los dieciséis años. La originalidad de su mirada y la contundencia de su estilo la convirtieron en una importante figura de las letras canadienses y la hacen absolutamente actual.


Apendicectomía [*]

es interesante cómo podés jactarte de una cicatriz
estoy fascinada con la mía; es diagonal y recta
sugiere una gran habilidad, una gran rapidez
no es ni más larga ni más corta de lo que necesita ser.

es bueno cómo sigue mi natural simetría
paralela a la cadera, perfecta geometría
no es una herida; es un diagrama
dibujado correctamente, sin conexión con el dolor.

es interesante cómo podés jactarte de una cicatriz
nada en la naturaleza es una línea recta
excepto esta deliciosa blasfemia en mi abdomen
el cirujano fue un indio, y hermoso y sagrado.

[*] MacEwen, Gwendolyn (1999). Volume One: The early years. Toronto, Canadá. Exile Edition Limited.

12.8.14

El soñador soñado

Miguel de Unamuno [1864 - 1936] fue un agonista, un luchador, como sus personajes. Al fin de cuentas, no había para él muchas diferencias entre las personas de carne y hueso y los personajes de ficción: todos son reales, “realísimos, y con la realidad más íntima, con la que se dan ellos mismos, en puro querer ser o en puro querer no ser, y no con la que le den los lectores.”[1] Esta idea de que son los mismos personajes los que, a través de su accionar, crean su propia realidad no es privativa de Unamuno, pero quizás él haya sido uno de los pocos que la llevó al paroxismo tan prolíficamente.
Las fronteras entre lo que denominamos ‘realidad’ y lo que llamamos ‘ficción’ son tan lábiles que permiten un tránsito más o menos fluido de un lado a otro. En Niebla, es el mismo Don Miguel el que cruza los límites de lo real para “resolver” el conflicto de su protagonista, Augusto Pérez. Al mismo tiempo, Víctor Gotti, amigo de Pérez, atraviesa las fronteras de la ficción y prologa la novela que estamos leyendo, que no es otra que la novela que él afirma estar escribiendo dentro de la novela.
Augusto Pérez padece los efectos de un amor no correspondido y decide suicidarse. Lo que no sabe Augusto es que él no está en condiciones de hacer su voluntad, porque es un personaje de ficción. Indignado, va a pedirle explicaciones a Don Miguel, que aparece, en el capítulo XXXI, ya convertido en personaje de sí mismo. Allí, Augusto, que había pretendido llevar a cabo su ‘querer no ser’, debe enfrentarse con la idea de que su existencia depende pura y exclusivamente de otro. Es, precisamente, ese atisbo de voluntad propia el que, desde la perspectiva de Unamuno, termina construyendo la “realidad” autónoma del personaje.
La gran apuesta de Niebla radica en el doble tránsito: no sólo el Autor se inmiscuye en el mundo de la ficción sino que, al mismo tiempo, un personaje secundario [Víctor] afirma su existencia firmando el primer prólogo de la novela, de acuerdo, según dice, con los pedidos de Don Miguel.
Si bien toda la obra de Miguel de Unamuno puede leerse como un ‘hacerse carne’ de sus ideas y de sus dudas existenciales, es probable que Niebla sea la más emblemática en este sentido. Allí, las ideas se vuelven acciones concretas y se palpa, como en pocas obras, que no somos otra cosa que la sombra de un sueño [2]. La existencia se cifra, entonces, en la posibilidad de que alguien más nos dé vida, nos sueñe. Quien no se haya sentido como Augusto en algún momento que tire la primera piedra.

[1] Miguel de Unamuno. "Prólogo" en Tres novelas ejemplares y un prólogo.
[2] Píndaro: “Somos la sombra de un sueño”.

11.8.14

Llegaría el silencio [fragmento]

"Se sentó en la cama. El elástico crujió y le recordó otras camas vaya a saber uno dónde y cuándo. Las camas de los pueblos hacían ese sonido que las hermanaba de algún modo. Caminó descalzo hasta el baño como si fuera lo más habitual del mundo. Orinó sólo para sentir alivio. Abrió la canilla de la ducha y un chorro miserable de agua cayó de la boca de un caño sin regadera. El agua, que debía estar fría, salía tibia. Repitió una rutina que había creído olvidada. Ahí estaba, recién levantado de la cama, duchándose para apuntalar el día aunque no pudiera determinar si el día recién empezaba o estaba a punto de terminar. Cerró la canilla y salió del baño con el cuerpo mojado. Las toallas estaban en el piso; las habría pateado al acostarse. Tomó una y se secó apenas. No le importaba humedecer las sábanas. Boca arriba sobre el colchón duro, sintió el calor del cuerpo de Paula otra vez y el suyo, un calor de humedad y de olor a jabón que no le impidió, sin embargo, volver a entumecerse entre las sábanas. Más tarde, decidiría qué hacer. Más tarde, volvería a mirar al tipo que los había llevado hasta ahí y podría observarlo con ojos despiertos y no embotados de tanto aguantar el sueño y el hambre y esa inquietud que ya no era miedo pero casi. No iba a quebrarse justo en ese momento. Tantos años -¿Años? ¿Eran años? ¿Eso eran los años?- sin dar ni un paso en falso. No, no iba a quebrarse justo en ese momento, justo cuando Paula por fin duerme y sueña y su cuerpo tiembla imperceptiblemente al lado del suyo, quieto pero caliente; caliente como si estuvieran vivos, de nuevo."

8.8.14

Nieblas

niebla de tucumán

los cerros, la niebla telón de fondo.
un calor insensato, las bocinas, los motores,
los ruidos que no esperábamos.
crepitan los pasos en las veredas angostas,
se apuran para que no los trague la boca
profunda de la siesta. los vendedores ambulantes
y sus mantas y sus cables como cordones umbilicales
prendidos a los faroles; el pollito pío en todos los parlantes
trina en los patios de la casa de la independencia, 
el balcón donde fumo mirando los cerros,
la niebla inexplicable de esta mañana.

me dicen que la niebla no es niebla:
es tierra en el aire, nubes de tierra
que hacen de los cerros puro contorno.
cuando llueve, la tierra se aplaca
y se ven los árboles y las casas
y el cristo en los cerros.


niebla de rosario

el calor desconcierta ahora
que hemos expulsado microscópicas
partículas de agua de los pulmones.
nos dejó la niebla brazos vacíos que,
más bien, nos apretaron un poco.
el río, los árboles, las caras desaturadas:
meros edificios de la imaginación.
transpiran las calles mientras camino
como si protestaran ahora
su nostalgia de agua.

7.8.14

Sucundún

Al final, lo de siempre: saber de antemano cómo van a ser las cosas y dejarse llevar igual. Una escapada. La voz de Ariel del otro lado del teléfono repitiendo ‘una escapada’ y ella amplificando de palabra los bocinazos de fondo, la agitación. No te escucho bien, después hablamos. Presionó la tecla que callaba los ruidos del exterior, nunca los de adentro. “Nos ganan los malos, nos ganan los malos. Son personas carentes de todo diálogo”. Pantalla partida: en un cuadro, la mujer que se queja de algo que no ha llegado a ver; en el otro, el conductor del noticiero que finge empatizar con la indignación de la mujer que se queja. Después hablamos no era lo que tenía que decir. Ariel no se llevaba bien con las respuestas pendientes. Dejarse llevar. “Unos días en la playa les van a hacer bien, así descansan”, diría su madre. “La gente que no tiene nada que decirse no puede andar por ahí haciéndose la bucólica”, diría Andrea. No decirle nada a Andrea.  “¿Cómo sabés que no te va a gustar si nunca fuimos?”.
Vuelve a otra pantalla, a una traducción que, desde temprano, no avanzaba. Iba a ser un día de esos en los que cada nimiedad se condensa y se estira y ocupa un tiempo que no le corresponde. A lo mejor. No se pierde nada. Mail. Tipea:

Ariel: Está buena la idea de la escapada, pero deberíamos dejarlo para otro fin de semana. O para otro lugar. O para otra gente. O para otra vida. Besos, Remy.

Backspace, backspace. Backspace sostenido hasta escapada. Duda. Mejor hasta idea. Pero tengo mucho trabajo atrasado y pensaba ponerme al día este fin de semana. Besos, Remy.

Media hora después: Ya saqué los pasajes, tenía descuento con la tarjeta solo x hoy. Pensá que te va a hacer bien descansar. Te quiero. Ariel.

Ellos y la playa. Un simulacro de playa, más bien. Y un puñado de casas que bien podrían haber estado deshabitadas. Y el sonido de oreja pegada a vaso vacío del mar. A pocos metros de eso que Ariel se empeñaba en llamar arena, la hostería; el olor a Raid, el colchón duro, las sábanas ajenas, los crujidos del piso de madera. Ojalá hubiera llovido, pero no. La lluvia hubiera propiciado la huida pero ese frío a destiempo sólo alimentaba las esperanzas de Ariel. “Seguro que al sol ni se siente. Dale, levantate, no vinimos a dormir todo el día”.
Lo que no se sentía era el sol. Tres días con el frío desubicado metido entre los huesos. Tres días paseando libros cerrados en su mochila, el hastío de las horas llenas de Ariel y de nada más. Tres días esquivando ese perro que los seguía todo el tiempo, deambulando entre el hambre y la enfermedad. Cómo pudimos confundir sarna con hambre. Desde el asiento del colectivo que se aleja de la playa, del puñado de casas, del sonido hueco del mar, de las sábanas en las que se acostaron otros, discernir parece más fácil.
Ariel duerme prácticamente desde que se acomodó en el asiento. Mejor así. La calefacción a pleno hace del colectivo una suerte de sucursal móvil de Panamá. Ariel duerme y apoya la cabeza en su hombro. Ella también quisiera dormir y olvidarse del frío que ahora le parece una pesadilla lejana; del perro, de su olor; de todo lo que se confunde y zumba cuando cierra los ojos, pero su atención no puede desprenderse del peso muerto clavado en el hueso del hombro. Vos no sos huesuda, estás demasiado flaca porque comés mal. No hay distancia ni penurias que borren del todo el repiqueteo de la voz materna. Abre los ojos porque parece un mal chiste, no puede ser, jodeme, y gira la cabeza como puede sólo para comprobar la ausencia de cualquier mirada cómplice en los alrededores. Las olas y el viento. Quiere pero no puede reprimir el shalalalala que aparece en su cabeza antes que en la radio que murmura más interferencias que otra cosa en los parlantes que tienen sobre sus cabezas. Es más sano que ya no te funcione reprimir, ¿entendés? Y el frío del mar. El shalalalala –ahora sí- se funde con las palabras de su terapeuta y pierden espesor.
Golpe de cuneta o cráter en el camino. Da igual. Los cuerpos se despegan milímetros de los asientos. La cabeza de Ariel va a picar sobre su hombro. Es una milésima de segundo: se mueve apenas y la cabeza rebota en el aire. Muy pronta a romper. Ariel cabecea, no se despierta. Su cuerpo se inclina hacia el otro lado; la cabeza de muñeco cuelga hacia el pasillo. Me hubiera corrido que este ni se enteraba. Veo la espuma. Y no hay retorno: sabe que van a ser dos horas y pico con esa canción de mierda pegada al paladar. La inercia es la propiedad de los cuerpos de no modificar su estado de reposo o movimiento. Incluso, es probable que alguna mañana, en dos o tres días, se despierte tarareando, tiritando y maldiga al Donald de carne y hueso y al pato, por las dudas. Clava los ojos en el vidrio de su ventanilla, logra saltar el reflejo desdibujado de su cara y se concentra en la línea de pastos que corre como una cinta pegada a la banquina.

Peor había sido la ida. Ariel no se dormía y ella intentaba leer mientras lo que en apariencia era un nene que viajaba en el asiento detrás del suyo le pateaba rítmicamente el respaldo. Incluso me divierte imaginar por, patada en el riñón derecho, escrito cosas que solamente, patada en el riñón izquierdo, pensadas en una de esas se te atoran, doble patada, en la garganta, sin hablar, berrinche, de los lagrimales. Quedate quieto, León, que la señora se va a enojar y va a llamar a la policía. León no parecía temerle a la policía y lo demostró con una tenacidad envidiable las dos horas que duró el viaje. Alternaba, cada tanto, patadas y golpes de puñito con simulacros de llanto y muchos ‘me aburro’. Ella hubiera querido decir algo –no hubiera sabido, en realidad, por dónde empezar- pero en cada darse vuelta, se encontraba con la mirada entre suplicante y superada de Ariel que le decía “relajate, ya se va a cansar” porque no era a él a quien estaban pateándole los riñones. El entusiasmo de Ariel en ese colectivo desvencijado, camino al simulacro de playa en el medio de la nada, era tan perverso como el shalalalala, tenedor clavado entre el frío de tu alma y el me hace tiritar. Las rimas de infinitivos son parásitos traicioneros. Y el abuso de los gerundios. Nunca había entendido bien eso de la demonización de los gerundios, pero se le había hecho carne y siempre le resultaban, como mínimo, sospechosos.

Y repite, todo de nuevo, desde el comienzo. Las olas y el viento y el frío del mar. Interferencias. No puede determinar si provienen de la radio o de algún pasajero que, como ella en el fondo, crea que el chofer se está burlando de ellos y haya decidido cortar cables y acabar con el suplicio. De tu amor desvanecer. La voz eterna de Donald se pierde, vuelve, deja paso a las interferencias pero ya es omnipresente. Un verdadero sádico el tipo. Mira de soslayo a Ariel y le envidia un poco –mucho, casi demencialmente- esa capacidad de dormir en cualquier lado, en cualquier circunstancia y posición. Abandona la mirada oblicua y se dedica a mirarlo de lleno, como cada una de las noches en las que él se queda a dormir en su casa y ella da vueltas mil veces en la cama hasta que sus ojos pueden ver en la penumbra y piensa que puede despertarlo con la intensidad de su mirada. Pero no. Sus intentos no funcionan mejor –ni peor, en realidad, no funcionan- con la luz de la tarde ni con el movimiento.
Hace rato que el chofer ha apagado la radio pero el sucundún sigue flotando en el aire que se ha llenado de los ronquidos, más o menos ligeros, de los otros. La llanura es un somnífero a medias sólo para ella. Siempre a contrapelo. “Siempre dando la nota vos”, le dice su madre cada vez que tiene la oportunidad. Siempre. Por eso, para evitarle el desgaste de saliva, hace mucho que se limita a asentir sin resistencia. Justamente por eso también, desde la atmósfera enrarecida del colectivo, sabe que regresará de “la playa” hablando maravillas de las olas, sucundún, sucundún, de la brisa gélida que equilibraba perfectamente el calor del sol, shalalalala, de la hospitalidad de los lugareños y del perro simpático que prácticamente los había adoptado porque son buena gente, shalalalala y los perros se dan cuenta enseguida de esas cosas, del viento y de la arena que no dejan ver.
Como si tuviera incorporado una suerte de despertador interno, Ariel abre los ojos. Gira la cabeza de un lado hacia el otro, de un lado hacia el otro hasta que se cansa o el dolor del cuello afloja. Estira la mano hasta la botella con agua que carga siempre en su mochila. Tiene los ojos abiertos pero sigue dormido. Seguro lo convenzo de que me deje en casa y se vaya para la suya, total mañana tiene que ir a la oficina y.
El colectivo aminora la marcha, se detiene ante lo que, supone, deben ser semáforos. Por fin las luces, la civilización. Atraviesan partes de la ciudad que ella ha visto con otros ojos hace tres días y que ahora se confunden con el cansancio y el sueño que empieza a sentir -no sabe si como patadas en la espalda o ancla clavada en los hombros- pero que está allí y diluye, de poco, las olas y el viento y la incomodidad de esos asientos que no han sido hechos para dormir ni para contemplar el verde furioso de los campos que cortaban el cielo, allá, en el fondo.